La decisión de la verdad
En una foto reciente Antonio López García aparece vestido de explorador o de buhonero en la confluencia de la Gran Vía y la calle de Alcalá, justo en el mismo lugar donde durante varios años se apostó con las primeras luces del día para pintar el amanecer desierto de Madrid. Con el pelo canoso y despeinado, con una gabardina que le viene un poco grande, con unas botas rurales y el cinto de una especie de morral cruzándole el pecho, Antonio López García emerge sobre el asfalto de Madrid como un peregrino saludable y arcaico que ha venido a pie desde su provincia para ver con sus propios ojos el alba misteriosa de la capital, y se le nota enseguida que no dejará de ser forastero y que ya nunca se marchará de allí. Antonio López García tiene algo de viajero asombrado, de hombre del campo transterrado a Madrid, de campesino y de artesano absorto que puede pasarse horas y días sumergido en su labor, tan atento a ella que no escucha ruidos ni voces, tan ensimismado en las perfecciones materiales de las cosas que al final no sabe si ha pasado breves horas o años enteros contemplándolas, queriendo tan detalladamente repetirlas que se le escaparán sin remedio en el sigilo de sus mutaciones inmóviles.A Antonio López García yo lo he visto una sola vez, en Madrid, en un salón populoso, con columnas, arañas y espejos, donde se celebraba una recepción. Había glorias paquidérmicas que se derrumbaban en los divanes como agobiadas por el bronce de sus estatuas futuras, jóvenes artistas, levitando imaginariamente en las pasarelas del diseño, vanidosos secretos que soportaban la humillación de no ser reconocidos, vanidosos públicos que se miraban de soslayo en los espejos. En medio de todos ellos, Antonio López García caminaba con las manos a la espalda, y sólo recuerdo de él la expresión absorta de su cara y las arrugas y las aberturas anacrónicas de su chaqueta a cuadros: parecía uno de esos invitados de las bodas que no conocen a nadie y que no están seguros de que no los vayan a expulsar, y sus manos enlazadas sobre el faldón escaso de la chaqueta tenían ese aire de fortaleza inútil que tienen siempre las manos de los hombres del campo cuando han de permanecer obligatoriamente inactivos. Estaba pero no estaba entre los otros, se le veía como perdido en sus cosas, impaciente, afable, queriendo irse pero incapaz de hacerlo, por educación o timidez, pensando tal vez en su trabajo interrumpido, en la luz de un frigorífico de hace 30 años con olor a goma, en la de un cuarto de baño con azulejos verde pálido y cortina de plástico, en la de esos barbechos amarillos que se divisan en verano desde los últimos arrabales de Madrid.
Antonio López García, que ahora aparece retratado en una revista con el orgullo huraño y el ensimismamiento de los provincianos que se han instalado en la capital y se hacen fotos para enviarlas a la familia, lleva toda su vida pintando la alucinación de las cosas más próximas y el ensueño triste de las efigies de los antepasados, admirando por igual la perfección insondable de una escultura egipcia labrada en madera hace 4.000 años y la de un membrillo recién madurado en su jardín. El otro día se le vio en una exposición de pintura -con las manos a la espalda, supongo, tal vez con una chaqueta de faldones arrugados- y alguien recogió y publicó en el periódico unas palabras que dijo y que yo ahora no estoy seguro de saber recordar: "Quien se dedica al arte lo hace empujado por una inexorable decisión de verdad". Para eso vive él, para contar y pintar la verdad, lo fugitivo de todas las cosas inmutables y la médula eterna de lo que se nos antoja pasajero, el brillo de una mirada y la intensidad de un instante de luz. Miquel Barceló se marcha a África, se revuelve el pelo y mira de través porque tal vez quiere parecerse a Arthur Rimbaud, y en ese empeño no omite ni la chulería del desdén; más sedentario, más sabio, leal a su inexorable decisión de verdad, Antonio López García viaja a la transparencia del mundo y al corazón de las tinieblas sin moverse de su retiro de Madrid.
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