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Derecho a la asistencia jurídica gratuita

Considera el articulista que la pretensión del Gobierno de designar a los abogados de oficio y que, además, sea la misma Administración quien pueda apartarlos de ese concreto ejercicio profesional, no sólo resulta inadecuado al actual sistema político sino que convertiría a dichos profesionales en funcionarios públicos.

El artículo 119 de la Constitución señala, literalmente, que "la justicia será gratuita cuando así lo disponga la ley y, en todo caso, respecto de quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar". Con dicho texto constitucional inicialmente se producen dos afirmaciones que condicionan a la legalidad ordinaria: primera, un reenvío a la ley en orden, a que disponga cuándo y de qué forma la justicia, en general, y concretamente la dirección letrada, ya sea ésta para defenderse como para acusar, en el procedimiento criminal, debe ser gratuita, y segunda, que, en todo caso, de forma vinculante para el legislador la constitucionalmente llamada justicia será gratuita siempre para quienes acrediten insuficiencia de recursos. De suerte que esta segunda afirmación resulta inevitable, y en régimen de coherencia debiera constituirse en el núcleo y fundamento de la ley que desarrolle el citado artículo 119 de nuestra Constitución.

Sin fundamento

Y del mismo no cabe extraer ningún otro condicionamiento o servidumbre constitucional, lo que significa, de forma meridiana, que todos los requisitos y circunstancias que han de adornar inexcusablemente el ejercicio profesional del abogado deben igualmente encontrarse incluidos y desde luego respetados y protegidos por la ley ordinaria que desarrolle el artículo 119 de la Constitución. En ese sentido, carece de todo punto de fundamento cualquier pretensión de utilizar dicha ley para restringir e incluso menoscabar, algunas o todas, las exigencias que conceptualmente comporta la abogacía en un Estado democrático de derecho (número 1, artículo 1 de la Constitución). El propio Tribunal Constitucional, en sentencia de 23 de julio de 1981, ha subrayado con contundencia la indefensión que se produce cuando se priva de la posibilidad efectiva de la dirección de letrado a quien carece de medios económicos, como no podía ser de otra forma.

La cuestión, sin embargo, se plantea en los términos siguientes: si, y hasta qué punto, la ley que desarrolle la proclamada gratuidad de la justicia puede o debe establecer una serie de requisitos ajenos a la cuestión esencial que, en cierto modo, condicionen o mediaticen la libérrima e independiente actividad profesional de la abogacía, consustancial no sólo a un Estado democrático de derecho, sino también, y muy especialmente, en el proceso penal y en cualquier otro proceso, al derecho fundamental, reconocido en el número 2 del artículo 24 de la Constitución, a un proceso con todas las garantías. Porque un proceso con todas las garantías significa sin duda, entre otras cosas, pero ésta básicamente, el reconocimiento de la libertad e independencia de las defensas, y muy significativamente libertad e independencia, de cualquier modo, con respecto a los denominados poderes públicos. Y este último extremo sería el que debería tutelar toda ley que afecte a la justicia, sea gratuita o no, y singularmente al ejercicio de la abogacía.

Normas objetivas

Desde antiguo se ha instituido en nuestro país el abogado de oficio, y los propios estatutos que disciplinan la profesión de letrado han adoptado cautelas con respecto a la experiencia que debe tener especialmente en causas penales de las que puedan derivarse penas graves. Siempre se han buscado y encontrado, en esa dimensión garantista, normas objetivas y de automática aplicación, y han sido los colegios de abogados quienes han asegurado a la ciudadanía que el abogado de oficio, por la génesis de su nombramiento y por su sola relación con la corporación profesional, puede y debe actuar con absoluta libertad e independencia, lo que no empece para que esté sometido, como todos los abogados, a la vigilancia de la autoridad colegial acerca de sus obligaciones deontológicas y a todo un repertorio de sanciones, si fuesen vulneradas, elaborado por la Asamblea de Decanos y recogidos en el Estatuto General de la Abogacía actualmente vigente. Ni que decir tiene que dicha sanción disciplinaria puede ser objeto de revisión, no sólo ante el Consejo General de la Abogacía, sino también, y con frecuencia sucede, ante la jurisdicción contencioso-administrativa, al margen, claro es, de la total vigencia de la legislación penal sustantiva y procesal que en pie de igualdad, como cualquier otro ciudadano, y sin fuero de clase alguna, rige para el letrado en toda su actividad profesional.

Así las cosas, no cabe duda que resulta preocupante que, quizá impulsado por un intervencionismo que en el estado actual del sistema político vigente se nos presenta como injustificado, el poder ejecutivo pretenda adjudicarse la selección y designación del abogado de oficio o la delegación en un organismo dependiente que así lo haga, y que sea la misma Administración quien pueda, además, apartarlos de ese concreto ejercicio de su profesión por motivaciones por demás difusas.

Frente a ese pensamiento garantista de la libertad e independencia de la abogacía, pudiera argüirse el razonamiento, por demás simplón, de que "quien paga, manda". Y es cierto que la financiación ha de venir de los Presupuestos Generales del Estado, pero por mucho que éstos paguen, cosa que nos parece muy bien, o quizá nos parezca poco, ello no debe suponer, en absoluto, ni una intervención de la Administración en la función de lo que es y debe continuar siendo el ejercicio de una profesión que se llama liberal, ni tampoco reflejar normativamente una desconfianza en la abogacía española, ni en sus órganos colegiados, por la sencilla y obvia razón de que no sólo es inmerecida, sino que más bien pudiera suceder entonces que fuese "peor el remedio que la (presunta) enfermedad". Porque en este caso concreto, a pesar de que se pague, se debe garantizar, en todo momento, que no se va a mandar, y es éste, precisamente éste, según mi criterio, el auténtico sentido democrático y garantizador de los derechos fundamentales recogidos en nuestra Constitución, y que consagran la vigencia real de un Estado de derecho en su concreta proyección en la administración de justicia.

Funcionario público

Porque, en definitiva, quiten es seleccionado por la Administración del Estado, quien es pagado por la Administración del Estado, quien es vigilado y tutelado por la Administración del Estado, y quien, en suma, es disciplinado y sancionado por la Administración del Estado no es un profesional liberal ni podrá ser con facilidad un. abogado libre e independiente, sino que será, con toda su grandeza y servidumbre, sin más, un empleado público, al que sólo le faltará quizá la estabilidad administrativa, los complementos y los trienios.

es abogado.

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