Una investigación necesaria
Considera el autor del artículo -miembro de la comisión parlamentaria- que la puesta en marcha de una comisión de investigación del Parlamento sobre la compra de terrenos por Renfe en la etapa de García Valverde como presidente de la empresa, debe hacerse teniendo claro qué y cómo se quiere investigar. De otro modo considera que se corre el riesgo de utilizar un procedimiento indispensable, pero no alcanzar el objetivo que a la sociedad española conviene.
Es necesario reconocer al recién dimitido ministro de Sanidad y anterior presidente, de Renfe su disposición a que se cree una comisión de investigación, lo que ha obligado al Grupo Parlamentario Socialista a votar, después de haberse negado tantas veces, a favor de que el Parlamento pueda cumplir su función política inexcusable de control -e investigación- de las actuaciones del Gobierno.Sería, por tanto, una ocasión perdida si la primera vez que se aplica la lupa parlamentaria a un tema de semejante enjundia y suficiente preocupación equivocáramos los argumentos y cayéramos en algunas de las trampas que se nos tienden y amenazan desorientamos.
La primera, la más burda y a la que propende algún otro partido de la oposición, consiste en practicar un absurdo afán simplificador, aislando elementos que son parte del asunto, pero que no son el asunto. Tal es la postura de quienes pretenden constituirse en -tribunal y juzgar sobre facturas, fechas o personas, olvidando que para eso están los tribunales de justicia, que a la vista de lo que va apareciendo van a tener, probablemente, buen trabajo. Parece como si hubiera en el Parlamento algunos aprendices frustrados de Perry Mason, más preocupados de saber a qué hora y por qué mano se firmó el cheque que por el hecho mismo de que sea posible que éste exista.
Esta actitud es inconveniente por lo que distrae y porque lleva al Parlamento a una invasión infantil de competencias. Y sobre todo, porque aleja su cometido del que realmente persigue, cual es el control político de los actos del Gobierno y de algunos de sus agentes solidarios, como, por ejemplo, los presidentes de las sociedades públicas estatales.
Hay una segunda postura, pintoresca y, si cabe, no menos peligrosa. Vendría a resumirse en el argumento, sustentado inicialmente por algunos miembros del Gobierno y de su propio grupo parlamentario, según el cual conviene preservar un supuesto derecho de los organismos públicos a generar y traspasarse, o lisa y llanamente apropiarse, toda suerte de plusvalías para, naturalmente, redistribuirlas después. Algo así como Robin Hood en versión especuladora, con la garantía del Estado.
El hecho de que quienes sustentan dicha opinión puedan, de quererlo, aprobar con la fuerza de sus votos una ley que contemplara tal posibilidad y estableciera los límites y cautelas para este tipo de operaciones, regulando su desarrollo y control, no da legitimidad democrática a su postura. Y la legalidad no antes de ser presentada y aprobada una ley con tales características. No hay otra posibilidad. A no ser que el Gobierno padezca dislexia democrática. Es decir, por un lado nos somete al agotador ejercicio de ver cómo sus desastrosas y chapuceras propuestas legislativas son aprobadas sin que una sola de las críticas y razonamientos ajenos les hagan mella y, de otra parte, sus agentes caracterizados prefieren eludir el incómodo corsé de la legalidad que ellos mismos van construyendo.
En consecuencia, una desdeñosa actitud frente al valor de las leyes en un Estado democrático. Porque es ahí donde reside el quid de la cuestión: en el respeto a la legalidad democrática. Las leyes no son inamovibles, pero han de respetarse mientras rigen. ¿Hará falta recordar, con Cicerón, que sólo siendo esclavos de la ley seremos verdaderamente libres? ¿Que sería interesante o conveniente para alguien, o incluso para la sociedad, poder actuar en ésta como en otras cosas de modo distinto? Primero habría que verlo, pero desde luego no con la ley vigente.
Se abre, por tanto, frente a dos posturas peligrosas y desorientadoras que acechan, un único camino correcto: preguntarse cuál es la competencia y el margen de actuación. del presidente de una empresa pública, y en función de ello qué precauciones tomó, con qué grado de sensibilidad ejerció su poder y con qué sentido de su responsabilidad política actuó.
Y a continuación habrá que determinar si en el recorrido, para bien o para mal, le acompañaron, le incitaron, le consintieron o le facilitaron otras personas de la Administración central o autonómica, como el propio ex presidente ha sugerido y figura en las actas del Congreso de los Diputados. Alguno de ellos, para dejar clara su implicación, ha declarado: "Yo no vendí, yo sólo recalifiqué".
Por último, y a la vista de lo que todo esto produzca, habrá que preguntar si se han producido, otras operaciones de similar factura con los mismos o parecidos actores en parecidas o similares ocasiones. O dicho de otra forma, si esto se ha convertido en un modo habitual de funcionar, escapando a todo control, no sólo parlamentario, sino incluso administrativo. ¿Dónde nos llevará este procedimiento? ¿Harán frente los sujetos responsables a sus obligaciones ciudadanas y políticas, respondiendo con veracidad las preguntas que se le formulen? ¿Se ajustarán los parlamentarios a las suyas, preguntando lo que de verdad hay que preguntar? Ojalá no sea una ocasión perdida y se pueda insuflar un aliento democrático en la desilusionada sociedad española y devolverle al Parlamento, hoy que tanto se habla de cuotas, la cuota de dignidad que con frecuencia se le niega.
es diputado y ponente del CDS en la Comisión Parlamentaria de Investigación en el asunto de Renfe.
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