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La sed de Tántalo

Cuando era jovencito, Ramón Gómez de la Serna escribía teatro incesantemente. Fue un grafómano: uno de esos raros y grandes escritores en quienes la prosa genial parece que forma parte de su naturaleza y sale sin esfuerzo. Ese teatro -dramas, comedias, tragedias- no se estrenó jamás (parte de él ha desaparecido): de él se han tomado los textos que se representan a partir de mañana en la sala Olimpia, dirigidos por Emilio Hernández.En 1948 escribió su Autimoribundia -paráfrasis triste de autobiografía- y comentaba el teatro de juventud: "Teatro muerto, teatro para leer en tumba fría; y recuerdo esa época como si hubiesen hablado conmigo las malas musas teatrales. Si será muerto, que los personajes de, teatro, y más si no se representa, ni siquiera han vivido, ni nacido, ni nada. Son muertos sin nacer". La amargura de estas palabras no era contra su obra, sino contra el hecho de que no hubiera podido estrenarse jamás y se hubiera quedado en la mala tumba (para el teatro) que es el Iibro. La culpa: del público. "Es el público quien tiene la culpa de lo que sucede en el teatro, y en ese aspecto no se ha superado, creando una época pública y teatralmente mala".

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Mala época, en efecto: de aquella quedan aún, funcionando perfecta y alegremente hoy en las carteleras madrileñas, las obras de la burguesía a la que él odiaba literariamente y contra la cual escribió su teatro: y las aplaude un público que, tras tantas lecciones y tantos cambios en el medio de la representación dramática, sigue adorándolas.

Y Ramón tiene que venir como de puntillas, traído al Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, lo cual no deja de ser una ironía cuando se aplica a obras escritas hace 80 años. Una sola vez en su vida consiguió Ramón Gómez de la Serna estrenar: Los medios seres, en Madrid, 1929 (se repitió años más tarde en Buenos Aires): una batalla espantosa, histórica en el sentido de que forma parte de la historia del teatro y la cultura españoles como el fracaso de una renovación posible del arte escénico.

Doble huida

Se ha dicho que el dolor de Ramón por ese desastre teatral fue tan grande que huyó inmediatamente a París, como han hecho otros autores despreciados (Fernando Arrabal, después de la catástrofe madrileña de El Triciclo); probablemente formó parte de esa fuga, que estaba principalmente provocada por otra catástrofe familiar simultánea: vivía con la escritora Carmen de Burgos (Colombine) y cayó en manos de la hija de ésta, de la que también tuvo que escapar.

Es el único estreno real de Ramón (salvo un par de intentos sin salida: La corona de hierro, de 1911, que se dio un solo día, en 1963, como homenaje póstumo; y Escaleras, que se hizo al aire libre en la plaza Mayor y pasó sin pena ni gloria) y se quedó con la sed del teatro toda su vida: con la sed que Benjamín Jarnés, otro grande de aquel tiempo, llamó de Tántalo en una novela con ese título donde el personaje vive siempre en torno al teatro aguardando un estreno que, cuando sucede, es una catástrofe. Esperemos que estas obras impulsadas por Guillermo Heras puedan llegar a ser una revindicación póstuma: o por lo menos que gusten a alguien.

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