Aprendiz de brujo
MIJAíL GORBACHOV, hasta hace unas semanas presidente de la URSS y, al menos en apariencia, uno de los dos hombres fuertes del planeta desde 1985, ha dimitido. Lo más paradójico es que, bastantes días antes de su renuncia, el oficio que ejercía ya había dejado de existir, lo mismo que el país en el que lo practicaba.No es fácil poner epitafio a un político que durante más de seis años ha presidido, a veces voluntariamente, a veces a regañadientes, la extraordinaria aventura de la desintegración de un sistema -el del socialismo real- que, lejos de ser rígido, indestructible y de imposible marcha atrás, como pretendieron durante 70 años sus protagonistas, resultó ser tan maleable y pasajero como el cartón piedra. Puede que lo más significativo, desde el punto de vista humano, sea que Gorbachov ha contribuido a hacer de esta desintegración un proceso relativamente civilizado, cuando la historia precedente se había edificado sobre un baño de sangre.
El Gorbachov elegido como séptimo secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en marzo de 1985 era un hombre pragmático. Como tal, estaba convencido de que la única vía para el mantenimiento, no ya del comunismo, sino de la Unión Soviética, residía en una apertura del régimen, en la democratización de sus estructuras y en la racionalización de la economía. Allí mismo nacieron la perestroika y la glásnost, la reestructuración y la transparencia, que satisfacían las aspiraciones de libertad (libertad política, libertad económica, libertad intelectual) y que, de modo paralelo, venían a complicar las cosas extraordinariamente.Porque el líder soviético pretendía, en sus orígenes, reformar el sistema, modernizarlo, no cambiarlo; sabía que la URSS era una superpotencia armada hasta los dientes, pero de pies de barro, pues su economía se correspondía más con la del Tercer Mundo que con la del Occidente avanzado; así, pensó que su fortalecimiento sería la consecuencia de cambios profundos en su funcionamiento, pero sin alterar el corazón del sistema.En el mismo mes de su acceso a la secretaría general, Gorbachov dio un paso irreversible: emprendió una campaña de rejuvenecimiento de los dirigentes del PCUS. Acababa de introducir la semilla de la discordia al atentar contra la esencia misma del aparato.Advertida o inadvertidamente, echó a rodar una bola de nieve que se hizo imparable y que ha conducido a la desaparición del marxismo, a la eliminación de sus principios rectores, a la disolución del imperio creado por Stalin después de la II Guerra Mundial, a la pobreza y a la desaparición de la URSS como superpotencia y a su desintegración misma como país. No es arriesgado suponer que jamás pretendió alcanzar ninguno de estos objetivos.Es posible que en sus hipótesis no contemplara que el sistema obsoleto y tiránico de poder sobre el que se asentaba la URSS no podía ser destruido sin acabar con el basamento mismo del sistema. El aprendiz de brujo resultó arrastrado por la marea.No tardó en comprender, sin embargo, que el país, con una economía progresivamente lastrada por el gigantismo, la ineficacia y la corrupción, no era capaz de afrontar el coste de una carrera de armamentos cada vez más onerosa. Esa visión que le hizo ser el motor del desarme nuclear del mundo y la estrella de su pacificación le vahó el Premio Nobel de la Paz. Eso y su expeditiva decisión de permitir la liberación del Este europeo sin derramamiento de sangre.Hombre de instinto y reacciones inmediatas, fue respondiendo a cada nuevo deslizamiento hacia el precipicio con rápidos regates de acomodo: abolió el marxismo, se abrazó a la economía de mercado, su obra se convirtió en una constante huida hacia adelante.La dinámica se había hecho imparable; incluso el fallido golpe de Estado de agosto de 1991 no sólo no detuvo el desplome del sistema, sino que lo aceleró. Nuevos gestos de reacción apresurada: disolución del PCUS, intento de firma de un nuevo tratado para una nueva Unión, y todo en vano.Mijaíl Gorbachov, un político dialogante, ambicioso, tenaz y atractivo, habrá padecido la suerte más trágica: ser decisivo y transitorio. La heterogeneidad de las nacionalidades ha podido al final con la uniformidad de las ideas impuestas, a golpe de dictadura del proletariado, hace menos de tres cuartos de siglo.
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