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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

A la greña por Mozart

Las bodas de FígaroDe W. A. Mozart. Intérpretes principales: Sanford Sylvan (Fígaro), Jeanne Ommerlé (Susanna), Thomas Hanunons (Doctor Bartolo), Sue Ellen Kuzma (Marcellina), Susan Larson (Cherubino), James Maddalena (Conde Almaviva). Orquesta del Gran Teatro del Liceo. Director de orquesta: Craig Smith. Director de escena: Peter Sellars. Escenógrafa: Adrianne Lobel. Producción estrenada en el Pepsico Summerfare (1989). Gran Teatro del Liceo. Barcelona, 23 de noviembre.

¡Fantástico! El público del Liceo fue a la greña por una ópera de Mozart. En el Liceo se armó una bronca -y qué bronca, histórica- por una ópera, Las bodas de Fígaro, de un compositor que tradicionalmente era recibido en aquella casa con una cortesía teñida de indiferencia. Acabaron ganando los del "bravo".

La causa de tan sonado acontecimiento tiene nombre y apellidos: Peter Sellars. Un director de escena que dijo que venía a provocar y lo logró. Peter Sellars tiene v arios defectos, uno de ellos es participar de la irreprimible tendencia estadounidense a practicar el Jast food cultural. Todo tiene que ser Readers Digest, simplificado, acercado a un gran público al que se toma por corto de entendederas. Descubra los secretos de Mozart en una tarde, los de Wagner (doble sesión) en dos, escriba un Hamlet en 15 días, ridículo.

El camino hacia las grandes obras, productos destilados de mentes privilegiadas, sólo tiene una dirección, de nosotros a ellas, y es cuesta arriba. Llevamos media vida oyendo Las bodas de Fígaro y empezamos a intuir que necesitaremos la otra media para comprender en profundidad esta maravilla. Sellars acerca lo anecdótico de Las bodas al público, pero el misterio de su grandeza, que es de orden esencialmente musical, sigue estando igual de lejos antes y después de este montaje.

Los condes 'yuppies'

En su afán de acercar la obra al público, Sellars la traslada a un piso de un rascacielos de Nueva York, convierte a los condes en yuppies, a Fígaro en chófer y a Cherubino en jugador de hockey. Abreviando, se mete en un berenjenal del que sólo se puede salir bien parado con una inteligencia teatral poderosísima.

Sellars tiene esa inteligencia y, no sin paréntesis y máculas, consigue globalmente su propósito. Sus Bodas son tremendamente inteligentes, audaces, provocadoras, sugerentes, divertidas, y en algunos puntos de la obra, como al final del segundo acto, propone soluciones geniales. Las máculas y los paréntesis provienen de su orgullo, que es casi tan grande -o más- que su inteligencia. Quiere volver toda la obra del revés pero sólo lo consigue en parte; hay puntos, muchos, que fallan. En todo el cuarto acto, por ejemplo, no consigue mantener el nivel y acaba solucionándolo de un modo muy convencional, como se ha hecho siempre, con el personal escondido tras los consabidos arbustos.

Otro asunto es la música. Sellars ha podido hacer sus Bodas, que se representan en el Liceo por obra y gracia de una partitura quees de lo mejor de Mozart. La partitura merecía mejor trato.

En primer lugar debe defenderse a Craig Smith, el director de orquesta, que recibió un abucheo injusto. Craig Smith es un buen director mozartiano. Lo de las voces ya es otro cantar; en el primer y segundo actos aparecieron ridiculamente pequeñas e insuficientes. La culpa es de Sellars, que no contó con que la magnífica acústica del Liceo tiene trampas y puso a los cantantes a 8 o 10 metros de la boca de escenario; a esa distancia el sonido se va escenario arriba y no se proyecta suficientemente sobre la sala. Cuando en el cuarto acto los cantantes por fin se pudieron acercar, se observó que algunos no eran tan malos: la Condesa, el Conde, Susanna y Fígaro, por este orden, son aceptables, en belleza, estilo y recursos. Queda el asunto de las cadencias y los adornos vocales. Fueron horrorosos, a menudo con un peligroso carácter modal que hacía pensar en pura y simple desafinación. Que en el siglo XVIII y principios del XIX fuera común que los cantantes añadieran adornos, florettature y abbellimenti a sus intervenciones no justifica que hoy tengamos que pasar por semejante tortura. En otros autores esta práctica puede ser justificada o incluso necesaria; pero en Mozart, con cantar bien lo que hay escrito basta y sobra. Intentar mejorar aquellas melodías perfectas es una insensatez.

Bronca en el Liceo

El público del Liceo perdió su habitual sosiego el pasado sábado con el estreno de Las bodas de Fígaro. Al final del primer acto se tuvo la primera advertencia: pataleos y abucheos se mezclaban con el contraataque, a base de furiosos aplausos, de quienes apoyaban el trabajo de Sellars. A partir del segundo acto, se deslizó alguna incontinencia en plena representación; muy pocas, pero anunciaban el fin de fiesta: el público dividido en dos bandos. Cuando los cantantes y el equipo artístico salieron a saludar al final de la representación, los espectadores protestones perdieron gas frente a quienes se desmelenaban en aplausos y potentes bravos. Sellars debía de estar satisfecho. Como explicaba a este diario el sábado (suplemento Babelia), el estreno de este montaje en Estados Unidos en 1989 ya provocó un escándalo. "Lo que quiero hacer es lo que hizo Mozart", comentaba, porque la tradición es eso, "despertar al público". A Sellars le gusta subirse al gallinero del Liceo: "Esa gente realmente se interesa, y es crítica y se despedaza mutuamente. A mí me gusta mucho eso". A la salida, alguien recordaba las históricas broncas entre liceistas finiseculares partidarios de Wagner y los que preferían a Verdi.

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