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Recuerdos de la isla de Morel

Vicente Molina Foix

A los de poca edad y, por tanto, de menor deseo de memoria, las imágenes de un caudillo autónomo en guayabera desbordada, acompañado de otro también carnoso y vestido de camuflaje, les pueden haber resultado estrambóticas, quizá extemporáneas. Pero a los que tratan de camuflar el rigor de la edad no con uniformes, sino con la voluptuosa manía del recuerdo, esas fotos y esos noticieros ni siquiera les habrán dibujado la sonrisa en el rostro. Hay una dignidad del humor -hasta en lo fachoso y lo grotesco- que no es posible adjudicar a esas figuras juntas como dúo político.Otros, no sé si muchos, o bastantes, o demasiados, se han pasmado y se han dolido de esta visita tropical y sus consecuencias; personas que, en una legítima concupiscencia de los restos ideológicos, aún creían y aún querían ver en el reducto urbano, pese a todo, una salvable isla roja en el mar azul. Personas que se han sentido ofendidas por la coincidencia de discursos y diagnósticos entre el último abencerraje comunista y el primer virrey de la derecha hispánica. Para un restante grupo de ciudadanos -los acomodaticios, los olvidadizos, los frígidos de la pasión del límite -el hermanamiento isleño era una manera de difuminar principios al ritmo de gaita y bongo.

Yo, que me jacto de tener buena memoria para las caras (y contengo, en aras del buen gusto, las ganas de repetir burlonamente las dos últimas palabras masculinizando el artículo), confieso aquí mi absoluta falta de sorpresa y de dolor ante tal exposición de postales del viaje. Por el cruel y bastardo enquistamiento del revolucionario régimen de Castro no siento el menor aprecio, y la persona política del dirigente gallego me merece el sentimiento exactamente contrario. Pero muy poco después de ese viaje, en días recientes, las noticias del Cuarto Congreso del Partido Comunista Cubano nos han traído la confirmación, si necesaria fuese, de por qué Fraga Iribarne viajó a Cuba y fue feliz, y de cómo Fidel Castro halló en él la voz de la experiencia y la escuchó.

Podrán decir algunos benevolentes -numerosos tal vez, a tenor de las cartas que se leen a veces en los periódicos- que es injusto y casi vil comparar la España del franquismo (aquella que el gallego, aún en ejercicio, tanto ayudó a forjar en su modelo preparado para la exportación), apoyada por los intereses yankis y las estrategias del capital, con la hostigada, mínima y empobrecida Cuba de Castro. A esos bien intencionados tendría que contestarles no yo, que al fin y al cabo sólo tengo una memoria confortable y bien alimentada, sino los muchos, los positivamente cientos dé miles, los millones quizá, que en la España de los años cuarenta, cuando el país salido de la guerra sí estaba hostigado y diezmado y en peligro, no pedían a los regímenes democráticos compasión y ayuda humanitaria para el farruco jefe numantino, sino justicia internacional que acabase con ese dictador sanguinario. Esas voces, no se olvide, se escuchan desde hace años y están legitimadas por las decenas de miles de cubanos exiliados, huidos, perseguidos y encarcelados por el castrismo.

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Naturalmente, no se puede pasar por alto que el propio presidente del Gobierno de la nación ha visitado antes Cuba y ha salido en los retratos verdes oliva sin el menor rubor y ha nadado con garbo en la salsa de las bailarinas más mulatas (¿quién guarda en el archivo de su recuerdo los No-Do de los enviados de EE UU que traían a España los primeros calores de la guerra fría dando palmas a las folclóricas en los tablaos madrileños?). Lo que no se había dado antes era la sintonía, el grado de efusividad, la extrema sensación de identidad, correspondencia y pertenencia (belonging) que las imágenes cubanas de Fraga revelaban.

El país que el reciclado y para algunos -en este caso sí me pregunto cuántos- exonerado presidente de la Xunta ha visitado estaba a punto de celebrar el citado y trascendental congreso, pero tenía aún heridas frescas. Después de la escabechina del general De la Cuadra y los implicados en el su puesto complot del narcotráfico, tan repetidamente denunciado por las instancias democráticas y las organizaciones de fensoras de los derechos humanos, al comandante Castro se le había llenado la boca de palabras sobre la nueva "democracia orgánica" y los importantes pasos" para "hacer sitio, en forma gradual y sistemática, a los méritos de la nueva generación", aunque dejando claro que el modelo pluripartidista es una "pluriporquería" y solamente hay una verdad, dentro de un "sólo partido, en el que quepan todos los patriotas". Y esa isla, aparte de la "gente imaginativa" que el antiguo ministro de Franco ha descubierto en ella, ostenta una ideología oficial y una estética dominante que en apariencia y fondo no pueden ser más distintas de las que en su larga andadura Fraga ha sostenido. El milagro, uno de los varios que este viaje ha producido aquí y allá, es que ese fondo y esas apariencias se han revelado más insondables y aparentes de lo imaginado, y la evidencia del encuentro entre los dos políticos es que, después de todo, "es más lo que les une que lo que les separa".

Si alguien quiere lucirse por su larga memoria podrá sin es fuerzo relacionar el tufo milenarista, pero triunfal, de las proclamas que hoy se escuchan, por ejemplo, en la cubana provincia de Oriente con los discursos desde el sufrido balcón de la plaza de Oriente, ya que en ambas circunstancias la denuncia de la conjura exterior y la de los sujetos antisociales que ponen en peligro la sagrada bizarría moral del pueblo resuenan igual. Y si acaso un curioso se pregunta qué pudo sentir el ilustre visitante galaico ante el irregular juicio y fusilamiento reciente de esos militares, seguramente disidentes, un flashback oportuno podría devolverle los días del verano de 1963, recordados por algunos, en que el entonces ministro de Información y Turismo no regateaba su firma en el sumarísimo consejo de guerra, perdón, de ministros que aprobaba el ajusticiamiento del comunista Julián Grimau.

Claro que la memoria también puede ser corta, y en este caso más amplia, más repartida. Muchos españoles recuerdan cómo a la brutal cerrazón del Gobierno formado por Carrero Blanco en el verano de 1973, que sólo su asesinato truncó, siguió -mientras Fraga miraba la liza desde la periferia londinense- el espíritu de febrero de 1974, algo parecido, diríase, a esas rectificaciones que los delfines Carlos Aldana, secretario del Comité Central, y Roberto Robaina, primer secretario de las Juventudes Socialistas, han defendido con éxito en el pasado congreso cubano. Unas mejoras menos arriesgadas, eso sí, de las que el Gobierno de Arias Navarro en 1975, ya muerto Franco, introduciría, con Fraga recobrado y al timón de un Ministerio de la Gobernación que tiene en su historial, junto a ciertos aires de tolerancia civil, los mortales sucesos de Vitoria.

La isla visitada. tenía, si se hace recuento, todos los escenarios de una buena memoria española: el bloqueo y los racionamientos de nuestros años cuarenta, la persecución de los disidentes, el balance de las conquistas sociales, distinto en uno y otro país, pero en ambos trocado por la completa falta de libertad; la adoración al líder carismático, caudillo de una liberación; el hostigamiento de los maricones y demás parásitos sociales (con el flagrante caso en Cuba del grandísimo escritor homosexual Virgilio Piñera, aislado y humillado hasta su os-

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cura muerte), el amordazamiento de intelectuales y la expulsión de periodistas, el lento movimiento de lo orgánico y su módica reforma (aceptación de creyentes en el seno del partido, voto directo en las elecciones de la Asamblea General, circunscrito, eso sí, al único partido permitido), destinada a que, cambiando lo poco, el todo siga igual; bien atado.

Yo he recordado en estos días a otro viajero aventurado, aquel fugitivo de un pasado irregular que en la extraordinaria novela de Bioy Casares La invención de Morel también llega a una isla asolada por el misterio de la enfermedad pensando ser su único habitante; al poco de su estancia detecta en la lejanía a otros seres vivos, de los que le llegan, a través de la vegetación rumorosa, la cifra de los sones de Valencia y Té para dos, que aquéllos escuchan una y otra vez en un fonógrafo. El fugitivo de Bioy, confuso por esas presencias inexplicables y ya enamorado de una mujer del grupo, se formula a sí mismo en cierto momento la hipótesis de que los intrusos serían un grupo de muertos amigos; yo, un viajero como Dante o Swedenborg, o si no otro murto (...), esta isla, el purgatorio o cielo de aquellos muertos". Finalmente se descubre la portentosa verdad: Morel, cabecilla de los extraños, ha logrado un invento con el que es capaz de perpetuar en imagen, casi al modo de los modernos hologramas, a las personas desaparecidas, conservadas en la isla como en un museo en la materialidad de sus sensaciones, que no de sus cuerpos.

El melancólico protagonista, esengañado de alcanzar la reunión corporal con su amada, expresa hacia el final del libro la esperanza de que si intelectos menos bastos que Morel perfeccionan su invento, "el hombre elegirá un sitio apartado, agradable, se reunirá con las personas que más quiera y perdurará en un íntimo paraíso". ¿Me falla la memoria o he leído en alguna parte que el flamante presidente de la Xunta no desdeña la contingencia de asilar en su hermosa tierra al divinizado caudillo cubano en el caso de que, sin llegar a la desaparición física, el comandante cayese de su pedestal hasta darse de morros con el banal purgatorio de los vivos?

Vicente Molina Foix es escritor.

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