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LA CONFERENCIA DE MADRID

Frente a frente y en silencio

La ceremonia solemne de apertura se desarrolló en un clima de frialdad y tensión

Soledad Gallego-Díaz

Todos los prolegómenos de la ceremonia oficial de apertura de la Conferencia de Madrid, y la propia ceremonia, se desarrollaron en un clima de frialdad y tensión, más propio de la niebla con que apareció cubierta la ciudad que de la atmósfera asfixiante que se respiraba en el Salón de Columnas del Palacio Real, demasiado pequeño para acoger a las 300 personas, entre delegados y periodistas, que estuvieron presentes. Una hora permanecieron de pie, frente a frente y apretujados, pero sin ni siquiera mirarse, las delegaciones israelí y palestina, a la espera de que aparecieran en el salón los presidentes George, Bush y Mijaíl Gorbachov y diese comienzo el acto. Nadie realizó el menor esfuerzo para disimular sus sentimientos.

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"¿Qué esperaban?, ¿que nos diésemos la mano?. Señor, somos seres humanos. Necesitaremos más tiempo para eso", explicó el presidente de la delegación jordano-palestina, el ministro jordano de Asuntos Exteriores, Kamel Abu Jaber.Las distintas delegaciones fueron llegando a la plaza de la Armería del palacio a las 9,30 de la mañana. Mientras los delegados se dirigían directamente al Salón de Columnas, los jefes pasaban a una pequeña sala en la que eran recibidos, uno a uno por don Juan Carlos, acompañado por el presidente del Gobierno, Felipe González, su esposa Carmen Romero, y el ministro de Asuntos Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez.

El salón se convirtió inmediatamente en un hervidero. El representante de la ONU, Eduard Brunner, enviado especial de Javier Pérez de Cuéllar, contempló con mirada irónica la silla alejada que le correspondía (símbolo sin duda del nulo papel que juega Naciones Unidas en la conferencia) y saludó a los otros observadores, relegados como él a una esquina.

La temprana entrada en bloque de los palestinos levantó cierta expectación. Entre ellos, Saeb Erekat, el profesor de la universidad de Cisjordania que estuvo a punto de provocar un incidente al declarar, pocos días antes de la conferencia, que. pertenece a la OLP. Para que no existieran dudas, Erekat (36 años, gafas y muchas canas) se presentó desafiante en el salón de Columnas con una kufía blanquinegra sobre los hombros.

Pocos minutos después entraron los israelíes, encabezados por su primer ministro, Isaac Shamir. Situados exactamente frente a frente, pero separados por la amplia mesa, judíos y palestinos hicieron como si los otros no existieran. Ni la más breve inclinación de cabeza o signo de reconocimiento. Unos y otros aprovecharon la espera para darse casi físicamente la espalda.

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Shamir inició una rápida conversación con su viceministro de Exteriores, el duro Benjamín Netanyahu, y con Sara Doron (la única delegada presente en la sala, si se exceptúa a la portavoz norteamericana Margaret Tutwiler). Haider Abd el Shafi, el médico palestino que encabeza oficialmente su delegación, hizo lo propio con sus compañeros y con los delegados sirios, situados a su derecha. La presencia de los representantes de la Comunidad Europea alivió algo la cargada atmósfera. Unos, se quedaron a medio camino saludando a los israelíes y otros, entre ellos el comisario español Abel Matutes prosiguieron hasta el sector árabe.

El único momento a lo largo de toda la ceremonia en que se distendieron algo los ánimos se produjo gracias a un repetido error de protocolo. Bush y Gorbachov hicieron sendas entradas en falso y fueron requeridos para que abandonaran rápidamente el salón, a fin de hacer una aparición más solemne, los dos juntos y acompañados por su anfitrión, Felipe González.

El escenario no cambió una vez iniciados los discursos. Shamir, sentado frente a los palestinos, les dirigió por primera vez la vista, casi uno por uno, y luego ladeó ligeramente su silla, para observar a los oradores. Abd el Shafi le sostuvo la mirada y luego se quedó fijamente atento a sus movimientos, como si le fotografiara.

La intervención de George Bush fue acogida con templados aplausos. Para un miembro de la delegación europea, el discurso del presidente norteamericano constituyó "una pieza maestra de la diplomacia". "Sin duda, ni israelíes ni palestinos estarán contentos, explicó, pero ninguno de ellos puede tampoco sentirse ofendido o postergado".

Cuando Bush se refirió a la necesidad de que las dos partes eviten "palabras o hechos que puedan comprometer las negociaciones de paz", prácticamente se sintió cómo los palestinos retenían la respiración: esperaban que aludiera explícitamente a los asentamientos israelíes en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania. La aclaración no llegó y Shamir, que siguió todo el discurso con gesto adusto y, a veces, casi cerrando los ojos, lanzó una seca mirada de soslayo a Abd el Shafi.

A cambio, cuando el presidente norteamericano aseguró que EE UU cree que "un compromiso territorial es esencial para la paz", prácticamente toda la delegación palestina dirigió su vista al frente: "Si queréis paz, devolved los territorios", casi se podía leer en sus labios.

La intervención de Bush despertó, sin duda, el máximo interés. Estaba hablando el dirigente de la mayor potencia mundial y nadie perdía una palabra. Su discurso, leído en algunos momentos en tono apasionado y en otros con un toque casi sentimental, respondió a las expectativas. Todo lo contrario que el del presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, en su primera aparición en el extranjero tras el fallido golpe de Estado.

El discurso del dirigente de la antigua URSS sorprendió a la mayoría de los delegados. Habló menos tiempo del programado, pero aún así dedicó la mayor parte de su intervención a sus propios problemas y no a los que eran objeto de la reunión. Prácticamente pareció reclamar para sí y para su país no un puesto de superpotencia sino el desagradable primer puesto en las lista de las futuras preocupaciones mundiales, por delante del Oriente Próximo. Sólo en un pequeño párrafo recordó que la idea de realizar "vigorosos esfuerzos" para lograr un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes surgió tras la cumbre sobre el conflicto del Golfo que celebraron Bush y él mismo en septiembre de 1990, en Helsinki.

Terminada la ceremonia inaugural, ningún delegado comentaba sus palabras. Todos se referían, por el contrario, para bien o para mal, a las del presidente George Bush.

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