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Un año de unidad alemana

Quien habla en Bitterfeld corre el riesgo de ser víctima de la expresión "el nombre es el destino". Lo sé: una ciudad y una región enterradas bajo los lastres del pasado, a las que no quisiera cargar con meras referencias leídas en los periódicos. La situación de la ciudad de Wolfen la conocen ustedes muy de cerca. Las estadísticas contenidas en el Informe de Salud de la Universidad de Rostock no necesitan repetirse. Conocen ustedes los efectos de las campanas de vapor sobre niños y jóvenes. Bitterfeld se ha convertido en equivalente de insalubridad; por eso me permito hablar en este lugar y ante sus ciudadanos en la víspera de un día que se conmemora por primera vez como el "Día de la Unidad Alemana".Y ya ahí surgen las dudas. Habla aquí un denominado wessi [alemán occidental], a quien, incluso concediéndole la mejor intención, se le podría colgar el cartel del sabelotodo: alguien que osa hablar de situaciones que no le han conformado, en las que no se vio obligado a vivir, que le son, al margen de todos los intentos de acercamiento, lejanas. ¡Qué tiene que decir aquí alguien así!

Sin embargo, quizá tengo algo que pueda, a pesar de todo, legitimarme: mis más de 30 años de hablar y entrometerme ininterrumpidamente en el tema de Alemania. Desde la carta de protesta a Anna Seghers el día de la construcción del muro hasta las conferencias y artículos a partir del otoño de 1989, pasando por mi obra teatral Los plebeyos ensayan la revolución, he buscado respuestas a la cuestión alemana que se nos planteaba a mí y a otros. Soy de los afectados por la división, y cuando se acabó esperé que se compensara al Estado más pequeño, pues sus ciudadanos habían cargado desigualmente con el peso de la guerra perdida por todos los alemanes.

Por decirlo ya al comienzo: tras un año, mi recapitulación es amarga. Pero, puesto que supongo que su intención no fue invitar a un orador de fiesta, puedo osar comunicarles mi diagnóstico.

Un año en el que se ha trastocado el equilibrio mundial sin que esos cambios importantes pudieran distraemos de las querellas interalemanas. La crisis del Golfo condujo a la guerra del Golfo, de cuyos innumerables muertos nadie quiere hablar ya. La aportación alemana a ese crimen se limitó a la exportación de armas y al envío de fábricas de gas bélico listas para su uso. Después, guerra civil y amenazas de guerras civiles. Al igual que Yugoslavia se fragmenta, también se disgrega la Unión Soviética, después de que el pueblo hubiera acabado en pocos días con el golpe de Estado. Algunos políticos y comentaristas llegaron a creer que tenían que darse palmaditas de felicitación en la espalda: qué bien que actuáramos tan aprisa. ¿Qué habría sido de la unidad alemana si el golpe hubiera sobrevenido antes? Ningún golpe se interpuso en el camino, ni los tanques soviéticos bloquearon nada. Nuestros vecinos del Este y del Oeste consintieron la unidad. Ahora bien, ¿qué ha sido de ella después de un año?

Esta vez no suenan las campanas de las iglesias. A los permanentes portadores de la historia no les vale ya ninguna flatulencia. Se han quedado sin aire. Las promesas se han extinguido. La unidad alemana aparece recubierta de hongos. A pesar de todo, no faltarán fiestas ni tampoco el abusar de la composición musical del clásico austriaco J. Haydn; la comunidad de los embellecedores oficiales y de los curalotodo es muy grande.

Mi apelación a un manejo cauteloso, a un proceso más lento, a una confederación de los dos Estados y a la posibilidad posterior -una unión de países alemanes- no fue escuchada; al contrario, se me ascendió a agorero de la nación, título que -visto desde la perspectiva actual- no merecía en absoluto, pues mis pronósticos más desoladores fueron superados por la realidad.

No fue como comprar un chollo lo que acontece a diario se llama expropiación. La zarpa occidental agarra desde la casita unifamiliar hasta la fábrica de naipes de Altenburg. Y se liquida y evalúa según el patrón occidental, se declara como chatarra y se mete en el saco a precio de saldo lo que, durante 40 años, fue el sustento vital y, en definitiva, la posesión de 16 millones de personas. Un monstruo centralista, denominado Treuhand [consorcio gubernamental dedicado a privatizar empresas en la antigua RDA], cuyo andamiaje burocrático no hubieran sido capaces de imaginar los señores Mittag y Co., otorga o niega casi como si fuera el destino, destruyendo, de un plumazo, existencias ya de por sí dañadas.

A los afectados se les da consuelo: hay un mínimo garantizado, el valle de lágrimas quedará atrás pronto, se barrunta ya la luz al final del túnel. Y de hecho, se ve ya que a partir del punto más bajo del paro actual, y del que vendrá inmediatamente después, las cosas irán hacia arriba otra vez; lo que quiere decir: los nuevos propietarios otorgarán a los expropiados la gracia del trabajo asalariado, no a todos, pero sí a los más jóvenes y más capaces. En Altenburg podrán seguir fabricándose barajas. Sin embargo, las reglas de juego las marcará en el futuro sólo el Oeste. Allí tienen la última palabra, allí se encuentran los triunfadores, allí se procede en este momento a convertir el capitalismo en ideología y en única verdad dominante, a endurecerlo dogmáticamente y, por tanto, a arruinarlo, lo mismo que el comunismo se endureció y se arruinó al convertise en dogma bajo el peso de la superestructura ideológica.

Ahora bien, podría decirse, y hasta se dice: ha sido la voluntad del pueblo. El pueblo quería el capitalismo y, por tanto, también sus riesgos. Ha habido tres elecciones libres. Y en cada una le dio inequívocamente la victoria al entonces partido del bloque, el CDU [la democracia cristiana]. El que se había imaginado de forma distinta, más social, la economía de mercado y sus bendiciones no cuenta o, como mucho, contará para las próximas elecciones. La democracia significa, entre otras cosas, esto: ser uno mismo culpable. Cierto que hubiera sido inteligente, y además honrado, dar la mayoría a aquellos que habían tenido el valor de organizarse en grupos pequeños, o de fundar de nuevo como socialdemócratas el partido prohibido durante decenios, o sea, entregar la responsabilidad política a todos aquellos que se echaron a la calle para acabar con la dominación del SED [el antiguo partido comunista de la RDA]; pero no se quiso ser inteligente, sino espabilado, y votar con vistas a la relación poder-dinero.

De esa forma los revolucionarios fueron dejados de lado, y los oportunistas veteranos, aupados al podio de la victoria. El tipo que el mercado político exigía era el del ministro Krause [actual ministro de Transportes y co-redactor del Tratado de Reunificación]. Bien, el niño se cayó al pozo y hasta puede gritar todo cuanto quiera, pues eso está, por fin, permitido. La sopa autococinada, rebajada unas veces con ingredientes occidentales, espesada después, saturada de sal primero, sobreazucarada después, no sólo hay que tragarla, sino que hay que decir también que llena. Consignas como "tenéis que pasarlo" y preguntas gratis como "¿no querréis volver a los tiempos de Honecker?" son tan corrientes como el amén en la iglesia.

La unidad se desenmascaró, sin embargo, como quimera. Lo que antes se apuntalaba o como muro y alambradas, con la orden de disparar -la separación impuesta-, ésa se da ahora en libertad: desclasados, o irritados por las mentiras fiscales, ossis [ciudadanos de la antigua RDA] y wessis se utilizan a sí mismos, como mucho, para hacer chistes, a los que el picante se lo pone el gusto por la desgracia ajena. Pues donde la envidia o la arrogancia se las y dan de graciosas los únicos que se ríen son los otros.

No, esta unidad no merece una sola celebración, debería servir, más bien, de reflexión. Tenemos planteadas cuestiones dolorosas, y tardías, quizá demasiado tardías: ¿Qué demonio histórico se ha apoderado de nosotros para echar a perder el regalo de una posible unión y en su lugar atornillar una unidad que sólo se sirve a sí misma? Pues lo que Gorbachov hizo a los alemanes, poniendo en peligro la estabilidad de su propia política de reformas, fue un regalo.

¿Qué sinrazón evidente nos impide una y otra vez aprovechar la variedad nacional y nos obliga a proclamar la unidad antes de que nos hayamos unido? El trato que se dan los alemanes entre sí es, desde que hay unidad sobre el papel, sólo caracterizable con la palabra infamia. Y otra pregunta: ¿Cómo podemos liberarnos los alemanes de la calle de dirección única de este tipo de unidad que nos hemos prescrito por contrato? Después de un año, esa supuesta obra secular se demuestra como el atestado de un apresuramiento irreflexivo.

Intentaré responder a esas cuestiones. Afirmo que todos los partidos germano-ocidentales, incluido el mío, el SPD, carecían de ideas en el momento en el que cayó el muro y se hizo posible la unificación. Gobierno y oposición carecen hasta la fecha de aquella fuerza configuradora que sería el presupuesto de una unificación alemana. El dinero, por más que faltase y falte, no sustituye a las ideas. El dinero, convertido en fetiche, idiotiza. Por eso el regalo de la posible unidad por la unidad no fue entendido por ninguno de los dos Estados alemanes cuando se puso sobre la mesa.

Si la frase de Brandt "ahora debe crecer junto lo que es parte de un conjunto" intentaba sugerir que se llegaría a un proceso de crecimiento lento por naturaleza, Kohl creyó, tras un breve titubeo, que había que actuar. Él, que como canciller estaba desprestigiado a nivel intemo, se apropió del regalo que se hacía a todos los alemanes y olisquó allí la ocasión de dejar aún una sombra histórica. La consigna de los lunes de Leipzig [donde se iniciaron las protestas que llevarían al derribo del muro] "nosotros somos el pueblo" le dio impulso. El marco alemán, como divisa entonces estable, sustituyó la carencia de propuestas. Y a la oposición no se le ocurrió nada o sólo ideas obsoletas acerca de eso. Y en la RDA se dejaron comprar, tras la valoración de 40 amargos años de aprendizaje, por un par de marcos. Lo sé, lo sé, no todos se vendieron tan barato, pero sí la mayoría. Así se aceleró lo que debía crecer lentamente; así, lo único que, tras poco tiempo, se aunó fueron las sogas de las corruptelas. La corrupción se volvió ejercicio obligatorio de toda Alemania.

A pesar de todo, los sumos sacerdotes de la economía de mercado no se cansan de alabar al Treuhand, a ese monstruo que se ríe de todas las leyes del mercado. Ha de ser así porque asilo exige el mercado. Quien quiere bienestar occidental tiene que hacer sitio al libre juego de fuerzas. Bombeamos dinero en abundancia, así que nada de remilgos, sino aplicarse con decisión y la cosa funcionará.

¿De veras? Dudo de la fuerza omnicurativa del dinero. Cuarenta años de experiencia de la estrechez y de existencia humilde y arrastrada, 40 años de fe testaruda o de adaptación dúctil a la verdad única y exclusiva, 40 años de certeza deseada o acarreada de ser los otros alemanes, mejores o desfavorecidos, toda esa acumulación variopinta que supone haber vivido una independencia querida o impuesta no se deja encubrir con consumo, incluso si prevaleciera la intención de sepultar sencillamente conforme al modelo previo germano-occidental todo lo que se atraviesa o sobresale dolorosamente de la memoria, o lo que aún golpea como esperanza defraudada.

Eso no puede funcionar; eso no funcionó tampoco en la Alemania Occidental. El mero cambio de nombre de las ecalles y plazas, la demolición apresurada de estatuas, el arrumbrar los augustos símbolos estatales portados hasta ayer o anteanteayer quizá suponga, durante un periodo, cierto alivio y pueda, mediante el gesto de poner punto final, aparentar una hora cero; pero el pasado no se presta a ser cerrado.

Hoy, tras un año de unidad sin verdadera unión, podemos saber que lo que se acordó poco antes de fin de año fluyó más de la pluma de expertos electorales que de políticos que actúan responsablemente. Quien se atrevió a contradecir esas mil páginas de órdenes coloniales -no fueron muchos- se dio cuenta de que, una vez más, la historia iba a hacerse al margen de la gente. Kohl fue y es el ejemplo de esa arrogancia que se cubre con el manto de la historia. Al recordar sus discursos en las plazas, con sus mentiras y promesas, sé que esa forma de fanfarronería tuvo, varias veces, eco en Alemania. Primero fue el "sangre y hierro"; después, la "providencia" quien nos trajo la unidad alemana; esta vez era un traje que pasaba por delante a toda prisa. No había más que agarrarlo. Así de simple fue la cosa.

¿No habría sido imaginable y no habría sido posible que osásemos el cambio? ¿Una nueva Constitución no habría impulsado la unión y no habría podido tener como meta la unidad en la diversidad de una unión de países alemanes? ¿Tenía que tragarse el Estado más grande irremediablemente al más pequeño sin ser capaz, como se -ve ahora, de digerirlo? ¿No había esbozos suficientes y adecuados para llevarnos a todos a dialogar, y con ello, al camino del acuerdo? Todo esto fue ignorado o echado de la mesa como una intromisión cargante.

Cuando recorrí el Harz y el Erzgebirge, el poder estatal de la RDA se derrumbaba, primero lentamente; después, rápida y ya imparablemente. El pueblo o -como sabemos hoy- una pequeña parte del pueblo proclamaba "nosotros somos el pueblo" y barría el sistema fundamentado en las armas, mientras la mayor parte de la población, la que proclamaría después "nosotros somos un pueblo", tan sólo contemplaba, de forma cautelosa, según había aprendido, los acontecimientos. Los muchos retrasados nunca les dieron las gracias a los contados precursores. La mayoría dio sus votos a sus iguales. A los cautamente adaptados, a los nuevamente adaptados, a los partidos del bloque. Ese desagradecimiento lleva hoy a cabo su venganza. El 18 de marzo del año pasado estaba en Leipzig y fui testigo de cómo Sajonia giraba. Por más justificadas que estén las quejas sobre los zarpazos occidentales y los funcionarios coloniales, sobre los especuladores y los tiburones de terrenos, sobre la perpetua sabiondez occidental, la responsabilidad de esa desconsideración con los pocos revolucionarios no se le puede quitar a esa mayoría que llevó a cabo una elección decisiva.

Hace poco vimos cómo una serie de caballeros, que habían consumado su culpa, tuvieron que despedirse. Mientras le fueron útiles a Kohl, desde Maiziere hasta Reichenbach, encontraron su bendición cristianodemócrata. Ahora han sido liquidados: por decirlo así, lastres del pasado. Durante un año de unidad alemana se les premitió ser hacedores de mayorías, tras eso se convirtieron en un lastre.

No sé si esta elección habrá sido comprendida entre el mar del este y el Erzgebirge. El dicho alemán de que "con el sufrimiento se vuelve uno más inteligente" raramente ha resultado confirmado en Alemaniá. Nos repetimos en nuestras acciones resolutas. Una cosa es segura: la unidad no habría podido hacerse de forma más fea e injusta. Nada crece junto. Se ahonda lo que nos separa. A los ya de por sí dañados se les disponen nuevas derrotas. Endeudados por compras a plazos y a crédito, colocados en filas ante las oficinas de empleo, sometidos al nuevo y castigador sistema legal, atribulados y rebajados hasta la inferioridad, muchos nuevos ciudadanos del recrecido Estado se consideran estafados e irritados. Se prometió un pequeño empresariado saludable, pero quienes se han saneado hasta arriba son los bancos y las aseguradoras, los compraventa de coches, las multidominadoras del mercado y aquellos canales de corrupción inter-alemanes, formados por la Stas¡ y el servicio secreto occidental, que, hermanados bajo el techo de la corrupción oriental y occidental, se encontraron enseguida, casi sin haberse buscado.

Un año de unidad alemana ha sido ya suficiente para mostrarles a todos los ciudadanos de la antigua RDA el reverso de la economía de mercado. Tras 40 años de economía comunista de carencia saben ahora lo cara que es la sobreabundancia. Ha bastado un año para declarar como chatarra su cultura creciente, aun a pesar de la censura y la estrechez ideológica. En los Feuilletones [secciones de cultura y pensamiento de los periódicos] occidentales se expresó una arrogancia que dictó sentencias que llegaban al nivel de aquellas sentencias con las que el entonces presidente de la agrupación de escritores de la RDA, Hemann Kant, quería meter en cintura a la cultura, mediante el recurso de vejar a los colegas o expulsarlos de la agrupación. Lo que ayer era, en lo ideológico, total y recíprocamente contrapuesto, se reencuentra hoy en una intolerancia alemana común.

Bastó un año para darle impulso al nacionalismo y para debilitar el federalismo. Pero, puesto que la unidad alemana sólo, puede dar frutos en la variedad, la evolución hacia un Estado central puede acabar atragantándosenos. Ya se siente deleite en hacer pinitos de poses de fuerza nacional, se echa mano, si hace falta, del cajón de cachivaches de la historia prusiana y se acarrean, desde muy lejos, huesos reales para que el canciller pueda tener la certeza de otra hora histórica. Un programa de televisión pringoso.

Tan pronto como busco salida se plantea la pregunta: ¿Cómo podría discurrir el futuro de forma más humana, más social, más abierta y más democrática? Mis propuestas no encontrarán apenas eco, pero, a pesar de todo, hay que anunciarlas: primero, hay que revisar esa chapuza de mil páginas llamada contrato de unificación. No puede ser que, desaparecido el derecho de la RDA, se les arrebaten sus casas a cientos de miles de habitantes y de propietarios legales. Muchos de los afectados por esa injusticia perdieron hace poco su puesto de trabajo; pagan doblemente la unidad alemana.

No puede ser que las instituciones culturales de la RDA -en la medida en que aún existan- puedan ser cerradas u ofrecidas al mejor postor. Este vandálico jueguecito germano-occidental acaba con la pretensión de querer ser una nación de cultura.

Segundo: hay que elaborar, de una vez, siguiendo el ejemplo de land de Brandenburgo, la nueva Constitución. Partiendo de la Ley Fundamental, una asamblea constituyente que, en cualquier caso, no se compusiese sólo de representantes de los partidos, debería comenzar con esa gran tarea.

Y, en tercer lugar, es necesario un reparto compensado de cargas favorable a los nuevos lander. Que no se haga por el camino asocial de una subida de impuestos, sino mediante una imposición compensatoria escalonada conforme a los ingresos y que no perdone a nadie, ni persona ni institución.

Aunque se me ocurren algunas otras peticiones, me limito en todo esto a lo más necesario. Pero incluso esos tres supuestos para una unión alemana, ya lo sospecho, se los acabará llevando el viento.

Ya lo habrán notado: no sirvo para orador festivo. pero puesto que hoy, en el Día de la Unidad Alemana, no van a faltar celebraciones ni piezas oratorias pomposas, me he permitido mostrar ante ustedes mi rabia. Han salido mis dudas sobre a consecución del empeño. El estado de nuestros países, divididos de nuevo, corresponde a ,a mutilación de nuestras cabezas, Quien mira alrededor ya ve a que hemos armado, lo que les hemos impuesto. Sin embargo, en ningún sitio suena lo que debería estar en la punta de la lengua, el grito: "Nosotros somos el pueblo".

Günter Grass es escritor alemán. Traducción: Luis Meana. El texto español es una versión reducida del original alemán, discurso pronunciado ayer, miércoles, en la ciudad de Bitterfeld, en la antigua RDA.

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