Lo falso
Curial e Güelfa era hasta hace una semana una bonita novela medieval y hoy se ha convertido en una novela de intriga. Un investigador de las letras de otros ha afirmado en un congreso que la tal novela nunca fue del siglo XV, sino que la escribió como quien dice anteayer un ilustre filólogo henchido de romanticismo y de ganas de embromar a la posteridad. Ni siquiera el carbono 14 sobre el manuscrito logrará ahuyentar la duda de saber si nuestros clásicos no son en realidad productos de escritorios juguetones. También los misteriosos círculos de los campos ingleses han dejado de ser exclusivamente extraterrestres y se empieza a intuir entre los maizales la firma traviesa de dos Jubilados con muchas horas de pub. Nos habíamos acostumbrado ya a la falsación intencionada de los gabinetes de prensa y de los medios con ganas de vender, pero todavía creíamos que en la ciencia y la cultura se conservaba la quintaesencia de la verdad. Ni eso.Y, sin embargo, cuando se produce una de ésas revelaciones arriesgadas, nos suele embargar la tenue satisfacción de la claridad. Entre la verdad inmutable del propio conocimiento y la arriesgada aventura de dudarlo se dispara el instinto hacia lo nuevo, conscientes de que estamos arrebatando pedazos de territorio a la mentira. Destilamos una inconfesada admiración por esos eruditos metidos a detectives de las tramas más profundas del saber. Hay en esos personajes silenciosos un heroísmo intelectual que les lleva a negar con un grito aquello que ha sido el objeto de su propia vida. Se la juegan ante el mundo y apuestan por el futuro y a veces nos conviene llamarles charlatanes. ¿Cuántos timoratos de la verdad han renunciado a la claridad por cada Servet o cada Galileo que conocemos? Cada día quedan menos verdades absolutas y vamos tejiendo nuestra propia cultura para combatir la extrema desnudez del Hombre.
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