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48º FESTIVAL DE VENECIA

Terry Gillian explota la moda 'anti-yuppie', nuevo filón argumental en Hollywood

China y Estados Unidos aportan a la Mostra filmes interesantes, pero ya vistos

ENVIADO ESPECIALDos famosos directores, el chino Zhang Yimou, que llegaba avalado por las maravillas de Sorgo rojo y Semilla de crisantemo, y el norteamericano Terry Gillian, que estuvo detrás de la cámara en casi todos los trabajos del colectivo británico Monthy Pyton, presentaron ayer sus últimas obras: La linterna roja y El rey pescador, respectivamente. Son películas sólidas y bien trabajadas -mejor y más profunda la de Yimou-, pero ya vistas con anterioridad. El cineasta chino no logra hacernos olvidar la mayor fuerza de su obra anterior, y el norteamericano se muestra irregular y no se sale de los tópicos de la moda anti-yuppie, un nuevo filón argumental en Hollywood.

Inició la caza cinematográfica de los ejecutivos neoyorquinos, como tantas otras cosas, el sagaz Oliver Stone, con su tontorrona Wall street. De esto hace unos años. Ahora, la caza del yuppie, prototipo un tanto irrisorio de nuestro tiempo y ciertamente, cuando su computadora cerebral se pone en marcha, un animal depredador peligroso, se generaliza. El ejecutivo, escalador del éxito a cualquier precio, es un sujeto ambientalmente despreciado.Las antenas de las computadoras de Hollywood han detectado este desprecio y han calculado velozmente su potencial rentabilidad comercial. No deja de ser paradójico que estos cazadores de ejecutivos sean, a su vez, también ejecutivos, pero ésa es su ley del juego sucio. Y la moda del filme antiejecutivos se ha puesto en marcha, imparable.

En Venecia ya hay dos muestras de ella. Una se proyectó la semana pasada y su título es Mirando a Henry. En ella, Mike Nichols convierte a un agurriento ciertamente muy duro -ni más ni menos que esta idea: hay que descerebrar al ejecutivo, meterle una bala entre ceja y ceja y barrer la memoria y la iniciativa para, haciéndole comenzar desde cero, convertirlo en persona- en un caramelito llorón, que sólo el talento de Harrison Ford le impide caer en el cesto de la basura cinematográfica, últimamente llena hasta los topes.

La otra muestra, El rey pescador, llegó ayer y tiene más enjundia y ambición, aunque finalmente, siendo también de tono duro y con algunos ácidos anti Manhattan dentro incurre en la complacencia y la blandura. En ella, Robin Williams y Jeff Bridges caen de sus pedestales respectivos, léase sus cuentas corrientes, a la selva sin leyes de las aceras de Brooklyn, el Bronx y otros sumideros de la miseria que segrega la sociedad de la opulencia. La película es un intento de cine tragicómico interesante, pero no enteramene logrado.

Sus aires libertarios son una coartada poco convincente para la aparatosidad y superficialidad con que Gillian entremezcla Don Quijote y La loca de Chaillot con una nueva Corte de los milagros neoyorquina edificada con cartón piedra y trucos ópticos.

Todo huele a falso en la parte trascendentalista de El rey pescador. Pero éste mejora sensiblemente cuando Gillian sale de las fantasías y pone los pies en la tierra, o en el asfalto, para rebajar el tono solemne inicial y dar un brusco giro hacia la comedia sentimental.

Un buen trabajo

Surgen entonces buenas escenas y en ellas los personajes se hacen creíbles: los dos ejecutivos, convertidos en mendigos locos y famélicos devuelven cordura a la pantalla y ésta se deja de retóricas para ir al grano con una discreta elegancia. Y la parte final, en la que los dos ex máquinas de éxito se convierten en personas, tumbados desnudos boca arriba, mirando a las estrellas desde un descampado de Central Park, provoca alguna lagrimita sincera y, por supuesto, un aplauso agradecido en la sala.Si Zhang Yimou no tuviera detrás de La linterna roja el fardo que para un cineasta joven supone que sus dos primeras películas -Sorgo rojo y Semilla de crisantemo- sean dos obras excepcionales, que le obligan en cada nuevo capítulo de su carrera a superar lo insuperable, esta película del cineasta chino habría provocado aquí aclamaciones. Pero no fue así. Se le aplaudió mucho, pero sin ese calor e intensidad que se percibe en lo que, además de emocionar, conmociona.

Es dramático para un cineasta despegar su vuelo imaginativo con una obra magistral. Más dramático aún en el caso de Zhang Yimou, que ha conseguido renombre mundial indiscutible, no de una obra perfecta, sino de dos consecutivas. Ha establecido un listón de calidad tan alto que ya no le basta al espectador con que haga una tercera película buena, e incluso muy buena. Se pide de él más que eso, y no se le perdona que baje de la perfección hacia los alrededores de ella.

Es lo que ocurre con La linterna roja. Es una buena película, pero carece de la vitalidad arrolladora de Sorgo rojo y de la potencia trágica de Semilla de crisantemo. Se parece bastante, argumentalmente y en estilo y forma de exposición, a esta última pero no llega a ella, carece de su síntesis, de su hermosa violencia, de esa cualidad que hace de ella un ejercicio de total exactitud, en el que nada hay que no sea imprescindible.

Por el contrario, en La linterna roja hay autoplagios y zonas de tiempo muerto no enteramente justificadas. Y junto a sus hallazgos de suma originalidad (la historia de un ricachón y sus cuatro esposas en la China prerrevolucinaria, en la que la cámara toma a las mujeres en potentes planos cortos, inientras que el marido siempre aparece en planos generales y nunca llegamos a ver su cara, pues el poder, lo abstracto por antonomasia, no tiene rostro) nos encontramos con algunos tópicos de melodrama. Pero incluso en estas caídas hacia abajo está el gran, enorme cineasta que es Zhang Yimou, pues todo es elegante visto por él, incluso lo vulgar.

Sin llegar a lo que uno espera de esta legendaria Mostra de Venecia, ayer hubo por fin cine en el Lido. Lo hubo también anteayer, traído por el portugués Manoel de Oliveira y el británico Derek Jarman. La pantalla del Palazzo levanta por fin cabeza y vuelve, aunque sea con balbuceos y tímidamente, a estar a la altura de sí misma.

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