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Reflexión intempestiva sobre Unamuno

La interrupción veraniega, por recovecos que no vale la pena detallar, me ha llevado a releer a Unamuno. Hacía mucho tiempo, casi desde la primera juventud, que había desaparecido de mi horizonte. Cierto que, como a tantos otros, me fascinó en los años mozos. Una personalidad tan recia, con un yo que, al rebosar sobre el yo del lector, en vez de achicarlo, lo agranda, aunque se le llamara energúmeno, o precisamente por ello, no podía dejar de seducir al adolescente, preso también de un yo descomunal que la vida todavía no le había enseñado a domeñar.El egotismo de don Miguel, al potenciar el de los demás, cura de todo egoísmo. Gracias a la obstinación cruel del nacionalismo que lo declaró enemigo principal, cuando hubiera podido ser el mejor alíado de una religiosidad viva, muchos españoles buscamos su compañía en la crisis religiosa de adolescencia. En España lleva su impronta el modo de secularización, tanto de los que han conservado la fe como de los que desembocaron en el agnosticismo.

El mundo intelectual en que nos hemos movido durante los últimos 30 años dejaba poco espacio para don Miguel, reducido, casi sin darnos cuenta, ¡oh tremenda injusticia!, a eslabón perdido de la España eterna. Después de la manipulación que el franquismo había hecho de nuestra singularidad histórica, únicamente cabía aspirar a ser europeos de cuerpo entero; todavía se nos revuelve la bilis cuando algún despistado se empecina en marcar diferencias.

Creímos fielmente -ahora menos- en el progreso, que identificábamos -muy pocos seguimos sin rectificar- con elsocialismo, doctrina que había surgido con la moderna ciencia social: sociología y socialismo nacieron al unísono, impulsados por los mismos objetivos, en las primeras décadas del siglo XIX. Servir a la ciencia dentro de la modestia de nuestras fuerzas era -quiero pensar que para muchos siga siéndolo- la meta principal que perseguíamos. Los objetivos estaban claros: acabar lo antes posible con la dictadura para integrarnos en Europa y modernizar la sociedad, enraizando por fin en nuestra tierra la democracia, la ciencia y el industrialismo.

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Desde estos ideales, qué podíamos tener en común con un revolvedor de conciencias que se preguntaba en 1906: "¿Soy europeo? ¿Soy moderno? Y mi conciencia me responde: no; no eres europeo, eso que se llama ser europeo; no; no eres moderno, eso que se llama ser moderno", al menos mientras no cayéramos en la cuenta, que no negaba la europeidad ni la modernidad, como reza el tópico al uso, sino una determinada forma de entender ambas, que hoy, por fin europeos y modernos, estamos en mejores condiciones de percibir y recusar. Urge releer a Unamuno para aprender a distinguir tanta moneda falsa que pasa por europea y moderna. Al fin podemos reconciliarnos con sus famosas paradojas, nacidas de ese afán tan suyo, y que debiera ser tan nuestro, de decir a la vez sí y no a Europa, sí y no a la modernidad, según los contenidos que nos quieran vender con estos conceptos.

De igual manera Unamuno nos puede ayudar a depurar una noción de ciencia social, libre de tanto papanatismo cientificista. En 1914 se refiere a Herbert Spencer, a la sazón adalid de la ciencia social europea y moderna, en los siguientes términos: "¡Qué selva de solemnes vulgaridades solemnizadas! ¡Qué difusión de superficialidad!". Algunos españoles, muy europeos y modernos, no se enteraron del verdadero valor de Spencer hasta que en los años sesenta leyeron el acta de defunción que aparece en las primeras páginas de un libro de Talcott Parsons, publicado en 1937. El que siguiendo el empelo de Unamuno se atre va a juzgar como se merece al Popper, digo al Spencer de turno, cosechará la misma indignación injuriosa que los papanatas de entonces lanzaron al iconoclasta de don Miguel. Nada se perdona menos que adelantarse a su tiempo.

Pero tanto o más que la inteligencia que no se deja engañar por las futilidades que nos vienen de fuera, necesitamos, quizá hoy más que nunca, el valor cívico de don Miguel. En el hermoso artículo que escribió Ortega a su muerte subraya el rasgo más admirable: "Porque Unamuno era, como hombre, de un coraje sin límites". Hacen falta muchas agallas para distanciarse de una opinión que el, orden establecido, social y político, considera dogma intocable.

Y no porque desentonando no haya forma de hacer carrera -"Yo, señor mío, como no hago oposiciones a ministro de la Corona, no tengo por qué medir las palabras para no comprorrieter mi porvenir"-, ya que no medrar poco importa al que ha colocado más alta su ambición, servir a su gente con la palabra libre, sino porque decir valientemente lo que se piensa, cuando se piensa de veras y no sólo se: repite lo que flota en el ambiente, a menudo comporta que le llamen a uno, como le llamaron a don Miguel, "loco", "extravagante", "retardatario", "antidemócrata" y otras lindezas por el estilo.

Con la difusión de estos calificativos lo que se pretende, a fin de cuentas, es hurtarle la palabra. ¿Quién va a dar crédito a lo que grita un loco, con un yo desaforado, (que apuesta por la paradoja para llamar la atención? Imagina el lector cómo se sentiría Unamuno en la España de nuestros días, él que había escrito que "país en que las gentes no piensan sino en enriquecerse es país..., no quiero pensar qué país es éste. Baste decir que por lo menos yo me moriría en él de frío, de vergüenza, de asco".

Estoy seguro de que, enroscado cada cual en su rincón, subsiste un puñado de españoles -y no , sólo entre los de más edad- que, al sentir la misma náusea., se refugian en su lectura para, encontrar alivio. A lo mejor un buen día se les hincha el yo y, alentados con el coraje de don Miguel, hasta se atrevan a seguir un consejo, no menos valido porque lo haya formulado como si hablase Zaratustra: ¿Tropezáis con uno que miente?, gritadle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba?, gritadle: ¡ladrón!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta?, gritadles: ¡estúpidos!, y ¡adelante!".

Nada necesitamos tanto en España, como la locura quijotesca que irescató este bilbaíno trasplantado a Castilla para que nos ínfunda el valor de llamar en público a las personas como se merecen, y, a las cosas por su nombre, empezando por decir sin pelos en la lengua lo que también se escoride debajo de las tan traídas y llevadas europeidad y modemidad.

Cuando los alemanes están empeñados en germanizar a Europa, los ingleses en britanizaría, y los franceses otro tanto, tal vez haya, llegado la hora de intentar "españolizar a Europa", único medio de europeizarnos de verdad, como quería Unamuno. Barrunto, sin embargo, que el proyecto haya perdido gran parte de su sentido, y no por desmesurado, sino porque España, como entidad histórica, dejó de existir con la vil puñalada de un golpe militar fallido que degeneró en guerra civil y en una larga agonía de 40 años.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticasde la Universidad Libre de Berlín y militante del PSOE.

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