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La sonrisa de Li Lu

El mundo se alegra de lo que ha sucedido en Moscú, pero nadie tanto como Li Lu, que se muere de hambre: en una calle de Washington, frente a la embajada china.Li fue uno de los miles de jóvenes que ocuparon la plaza de Tiananmen y estuvieron sin comer un día tras otro, intentando obligar a las autoridades comunistas a abrir un poco el puño y, a darles un trozo de libertad.

Esa esperanza no es sólo sentimentalismo político. Li y sus amigos se juegan demasiado -la libertad y la vida- como para malgastar el tiempo y sus energías en sentimentalismos,

En estos momentos el realismo político exige sobre todo entender que desde el Báltico hasta Pekín, el fracaso del golpe brinda nuevas oportunidades para avanzar en el camino de la libertad. Y es igual de importante comprender que, a menos que ocurran dos cosas, costará más tiempo y esfuerzo conseguirlo.

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La primera es que los nuevos líderes tomen el poder en la Unión Soviética. La otra, que las nuevas ideas lleguen a Washington.

De repente, el mundo entero se ha dado cuenta de lo importantes que para muchos soviéticos son las nuevas oportunidades. Eso lo ha dejado clarísimo la furia inmediata con la que el golpe contra el cambio fue aplastado.

La desintegración de la Unión Soviética, en esencia una prisión para nacionalismos cautivos, es una de esas oportunidades. Ya es hora de que Estados Unidos pase a formar parte de la historia reconociendo la independencia de los tres Estados bálticos, en lugar de limitarse a un papel de espectador vergonzante. Los únicos que todavía se resisten son los boinas negras soviéticos y la diplomacia norteamericana.

Con una nueva confederación de las antiguas repúblicas puede alcanzarse rápidamente otro objetivo: la desaparición del comunismo, ausente pero nunca olvidado. Setenta y cuatro años de comunismo garantizan que la transformación económica necesitará ayuda y tiempo.

El final del sistema centralizado soviético será el regalo que el pueblo soviético se haga a sí mismo. Pero también será una noticia agradable para los que se sienten preocupados por la posibilidad de una guerra nuclear.

La inmensa Federación Rusa acabará controlando las reservas soviéticas. Es una idea preocupante, pero no tan alarmante como el que hayan permanecido todos estos años bajo el control de un imperio centralista soviético. El golpe nos ha aterrorizado a todos, o debería haberlo hecho. Nadie dice que la vida tras la desaparición del Kremlin vaya a ser perfecta y segura, pero sí mejor y más segura que antes.

Gorbachov parece estar diciendo al mundo que esto no puede ocurrir bajo su mandato. Tras su cautiverio, ha dicho que sigue creyendo que las reformas pueden realizarse dentro del marco del partido comunista, que él no lo abandonará, que los que lo han hecho están equivocados y que el socialismo, utilizando sus propias palabras, era su objetivo.

Al decir eso a una gente hastiada del hedor del partido comunista y de la economía socialista, y a unos extranjeros que sólo invertirán cuando vean los certificados de defunción de ambos, Gorbachov ha conseguido lo que los golpistas no pudieron conseguir: poner en ridículo al presidente de la Unión Soviética.

A pesar del papel tan importante que desempeñó a la hora de abrir la ventana de la Unión Soviética a los nuevos aires, a su regreso se ha encontrado con que sus propias credenciales están siendo cuestionadas. Sus compatriotas le están sometiendo a un juicio político para que explique por qué escogió antes a esos desagradables golpistas y por qué escoge ahora a otros que son iguales que ellos.

Así que Yeltsin será el líder de la era post-Gorbachov y de la era post-soviética. Por suerte para todos, él estaba allí. Quizá Washington aprenda la lección: su política exterior no debe girar en tomo a una sola persona. No en tomo a Gorbachov. Ni siquiera en tomo a Yeltsin.

Pero lo cierto es que no sabemos qué ha sacado en claro Bush del golpe. Se opuso firmemente a él, pero ahora le molestan las críticas a Gorbachov: una peculiar actitud que, desde luego, no es compartida por el pueblo soviético.

Mientras tanto, Li Lu sigue ahí, en una acera de Washington, muriéndose de hambre. Pero sonríe. Sonríe porque sabe que los hombres que enviaron los tanques a Moscú están en la cárcel mientras que sus colegas en Pekín no sólo siguen en el poder sino que además Estados Unidos los mima y lisonjea.

Cree que ahora eso extrañará los norteamericanos. Cree que, lo mejor, ahora los norteamericanos no darán la espalda otra vez si los chinos tienen que enfrentarse a los tanques de nuevo. Quizá Li Lu tenga razón.

Abraham M. Rosenthal ha sido director de The New York Times.

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