Unas 6.000 personas escucharon en Madrid a los Bee Gees
A las diez en punto de la noche, justo cuando una cadena de televisión emitía Grease (1978), comenzaba la primera actuación en Madrid de los Bee Gees, grupo responsable de la banda sonora de Fiebre del sábado noche (1977), la otra gran película musical de la década de los setenta. Aproximadamente 6.000 personas se reunieron en el Palacio de Deportes de la Comunidad, previo pago de 3.500 pesetas por entrada, para escuchar en directo la música de uno de los grupos vocales más importantes en la historia del pop.
Buena parte de su público potencial había escogido la televisión, la butaca y a un debutante John Travolta, frente a una oferta de sonidos en vivo claramente nostálgicos.Los tres hermanos Gibb, naturales de la isla de Man (mar de Irlanda) pero australianos de adopción, actúan juntos desde 1955. Recuperados de la muerte de su hermano Andy, también músico, los autores de clásicos como Words o Massachussets, recorrieron su carrera sin grandes sobresaltos. Un sonido simplemente aceptable, unas luces sobrias y un escenario prácticamente desnudo, con el equipo de sonido colgado del techo hicieron posible un espectáculo muy a la americana. Les acompañaron durante toda la primera parte de su actuación, de una hora, ocho músicos. El resto lo afrontaron en solitario.
El público no fue el habitual de un concierto pop. Claro predominio femenino, mucho veterano y, por supuesto, un sinfín de bailones ansiosos por padecer fiebres discotequeras. La venta de entradas se realizó de forma peculiar: una furgoneta aparcada en plena plaza de Dalí, y rodeada de reventas, hizo las veces de taquilla.
A las once sonaron los primeros acordes de Night Fever. El himno de toda una generación de amigos de las pistas de baile, a medio camino entre el dinamismo y la horterada, levantó a la gente de sus asientos; padres e hijos corearon la breve versión y añadieron el humo de sus palmas al que ya se podía cortar en un palacio convertido en caldera. Volaron tímidamente un par de chaquetas y una balada serenó los ánimos. Calor infernal, vatios de sonido y abundante espacio para mover el esqueleto: todo lo necesario para escuchar unas canciones que ya forman parte de la memoria de una época.
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