Espera interminable
DESDE LOS primeros años de la transición política, todos los Gobiernos han afrontado como una pesadilla la reforma de la Seguridad Social. El cada vez mayor número de beneficiarios -actualmente, la asistencia sanitaria pública se ha universalizado a todos los españoles- y el proporcionalmente menor número de cotizantes, como consecuencia del mantenimiento de la tasa de paro más alta de Europa y del aumento del número de pensionistas, unido al despilfarro histórico y a una gestión deficiente, han colocado a la Seguridad Social en una crisis permanente: desde el punto de vista del gasto, cada vez más oneroso, y desde el de la prestación de servicios, cuya calidad deja mucho que desear en terrenos asistenciales considerados básicos para la salud de las personas.Una de las manifestaciones más irritantes de esta situación son las listas de espera. Decenas de miles de enfermos -300.000, según parece, aunque ni siquiera se conoce la cifra exacta- esperan durante meses, e incluso años, a que les llegue el turno para ser intervenidos o para que se les diagnostiquen síntomas de males posibles, que, precisamente por ello, generan en 4quienes los padecen estados anímicos de angustia e incertidumbre difícilmente soportables. Tan dramática situación pone de relieve la ineficacia del llamado Estado de bienestar español, incapaz de llevar a buen término un pacto social básico (el derecho a la protección a la salud y el deber de los poderes públicos de organizar y tutelar la salud pública mediante medidas preventivas y las prestaciones y servicios necesarios) que la Constitución considera uno de los principios rectores de la política social. No es extraño que la oposición política haya definido las listas de espera como "el gran fracaso del PSOE", y que los propios socialistas las hayan calificado como la principal espina del sistema sanitario.
Pero además de una desgraciada consecuencia, las listas de espera son también causa del mal funcionamiento del sistema de salud pública. Por ejemplo, contribuyen a desnaturalizar los servicios de urgencias de los grandes centros hospitalarios, a los que muchos pacientes recurren como única vía para obtener un diagnóstico rápido o para ingresar en caso de intervención quirúrgica. Uno de los estudios elaborados por encargo de la llamada comisión Abril Martorell -comisión de expertos a la que el Parlamento solicitó hace un año un informe sobre las bases de la reforma del sistema público de salud- señala que el 90% de las urgencias médicas actuales debería solucionarse en los niveles de la atención primaria. Es cierto que en los últimos años se ha hecho un notable esfuerzo en este ámbito asistencial mediante la construcción de decenas de centros de salud, pero, en muchos casos, los nuevos centros no han sido suficientemente dotados. Con lo que persiste una de la causas principales que provocan el cuello de botella en el umbral de la red hospitalaria, ya de por sí una de las más precarias en cuanto a ofertas de camas de los países de la OCDE.
Resulta dificil de aceptar el que, cuando se van a cumplir nueve años de Gobierno socialista, la situación que registra la sanidad pública tenga en las quejas ciudadanas un índice lamentablemente negativo, como lo reflejan anualmente los informes del Defensor del Pueblo. Una situación que, a la vez que ha extendido teóricamente el derecho a la protección de la salud a toda la población, obliga (a quien tiene medios para ello) a costearse una especie de seguro para casos de emergencia -pruebas diagnósticas a su debido tiempo y operaciones de cirugía menor- con sociedades médicas privadas. Las proyecciones demográficas y la previsible evolución del empleo no auguran una mejora en los próximos años. Más bien todo lo contrario. Un dato que el Gobierno y la comisión Abril deberán tener en cuenta, pues las reformas estructurales son más fáciles en momentos de cierta holgura que cuando acucia la necesidad, Éste será el gran reto para el tercer ministro socialista de Sanidad, como lo fue de los dos anteriores.
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