La última traición de África
La pérdida cuantitativa de seres humanos, el permanente daño cerebral de millones de niños que sufren de hambre, el reguero de esqueletos a lo largo de las resecas carreteras, los montones de cadáveres en las aldeas desiertas y en las sepulturas de masas. El cansancio y la desesperanza de esos demacrados supervivientes apiñados en campos de refugiados y en nuevos asentamientos inspirados por fórmulas ideológicas.Si estas imágenes evocan las huellas de las marchas de esclavos, los fuertes costeros, los calabozos y las empalizadas, los mercados improvisados llenos de mercancía humana negra; si esas vistas persiten cuando cada año que pasa nos acerca al desafío simbólico de un nuevo siglo, tenemos que acusar a un liderazgo africano que se niega a tener un conocimiento de sí mismo, de su propio grupo humano. Debemos reconocer que el continente africano ha sido traicionado de nuevo, esta vez desde dentro.
Si los africanos van a enfrentarse al reto de la renovación, ha llegado el momento de deshacernos del legado que nos ha dejado el pasado de excusa, ignorancia, o incluso justificación, de las atrocidades y traiciones de los líderes simplemente porque están en la izquierda. ¿Acaso el mariscal de campo Idi Amín Dadá, asesino múltiple y caníbal, no se proclamaba también como radical y socialista?
Necesitamos que se nos recuerden esos hechos aflictivos porque muchos de nuestros intelectuales, ajenos a la espantosa actualidad de los ugandeses atormentados, encontraron conveniente simplificar el fenómeno de Idi Amín. Para ellos, cada revelación negativa era un esfuerzo de la propaganda occidental destinado a empañar la imagen de los auténticos líderes negros.
En cuanto al fallecido suboficial Doe, el pueblo liberiano todavía está condenado a una sangrienta fiesta de liberación.
¿Y qué podemos decir sobre Etiopía bajo el coronel Mengistu -quien el pasado mes de mayo voló al exilio- y su Dergue (comité marxista de gobierno)? Al menos Haile Selassie tenía la decencia de permitir el entierro decoroso de los estudiantes de la oposición a los que asesinaba. El Dergue, por el contrario, apilaba sus cadáveres en las calles y, como lección, los dejaba durante días que se descompusieran.
Jactanciosamente, esos líderes declaraban que estaban llevando a cabo su propia versión del Terror Rojo. Los estudiantes eran acorralados, brutalmente asesinados, y sus cadáveres, expuestos a los buitres -todo, para preservar el modelo del libro de texto de la voluntad revolucionaria- Campesinos, trabajadores, intelectuales, todos se convirtieron en combustible para la insaciable maquinaria de esa llamada revolución. Las terminologías aderezadas se hacían eco de la época de Stalin.
"¡Nosotros somos el mundo!". Cuán humillante fue el concierto de caridad en favor del hambre de Etiopía en un continente que no carece de recursos materiales y mentales. Qué sonido tan rico fue el que salió de las gargantas de aquellos que tienen, y que poseen también la gracia de interesarse lo suficiente como para dar a los azotados por el hambre, a los que nada tienen. Fue, sin embargo, una amarga píldora para toda raza que posea una pizca de orgullo. No estamos hablando aquí de cualquier catástrofe natural repentina, inesperada, que justifique las obligaciones de guardián del hermano del resto de la aldea mundial. No, aquí hablamos de una gestión -o mejor, mala gestión- de recursos y prioridades. Los recursos gastados mensualmente por el Dergue etíope para proseguir la guerra contra Eritrea superaban con mucho a cualquier cantidad que pudiera conseguir Band Aid, el conjunto musical mundial de Bob Geldof.
A causa de esas traiciones, el derruido muro de Berlín es para los africanos tanto un símbolo como un punto de partida. Porque, casi un siglo antes de la fecha del derrumbamiento del muro de Berlín, los reyes cristianos de Europa emprendieron en esa ciudad la arbitraria hazaña de dividir África en sus respectivas esferas territoriales de influencia. Tal es la poética diablura de la que a menudo se demuestra capaz la historia.
Un siglo después de la partición del continente africano en la Conferencia de Berlín, el propio Berlín es liberado y reunificado. Sobre las ruinas del muro está también dramáticamente grabada la escritura de nuestro futuro.
Sobre esta misma ola de liberación, aparentemente mundial, cabalgó también la ahora icónica figura de Nelson Mandela, y con él, el más puro hilo de esperanza de que incluso los atávicos blancos de África del Sur puedan estar preparados para acabar con el muro del apartheid que les sirve de escudo frente a la realidad -y proclamar, y alcanzar, así su propia liberación-. Esta ola de liberación se ha llevado consigo toda posible mistificación del problema de la libertad y el poder.
La era del oportunismo desvergonzado ha terminado. No debe permitirse la retórica de las ideologías seductoras para oscurecer el acto de latrocinio que apuntala todas las formas de gobierno impuesto, y de forma más criminal, el impuesto desde nuestro propio grupo humano.
Para los intelectuales de África, esto significa que tenemos que aprovechar todas las oportunidades para convencer a nuestros pueblos de la antinaturalidad, la injuria inherente y la denigración de nuestra humanidad, de la pura imposición de cualquier forma de dictadura bajo cualquier color, propósito o ideología.
Aunque tenemos que permanecer alerta ante los aspirantes a usurpadores de las murallas racionalmente abandonadas -en particular, ante las bodas de sangre de la religión y el poder, que, como un lento pero fatal veneno, está circulando a través de las células nerviosas de varias naciones africanas-, el clavo final ya ha sido introducido en el corazón de piedra del dogma. El monstruo de la infalibilidad ideológica ha sido declarado clínicamente muerto.
Los portadores de su féretro tienen nombres: son la humanidad, el secularismo y la democracia. Existe un cuarto portador, sin embargo, cuyo nombre se ha visto mancillado por el oportunismo del poder: el socialismo. Déjenme describirlo por ahora como el presunto legítimo heredero de una ideología teóricamente humana que fue degradada por las incalificables crueldades que he reseñado. El socialismo parece estar mundialmente desacreditado: sin embargo, sigue siendo la esperanza de millones de seres empobrecidos en el continente africano.
Para cada comunidad puede llegar a ser necesario encontrar una expresión nueva, autoregeneradora para este cuarto portador. Posiblemente incluso el nombre, socialismo, continúe sirviendo como base general para el esfuerzo humanista de las naciones africanas, dado que no es aquí un concepto ajeno, tal como lo entendió Julius Nyerere para sus aldeas Ujamaa, pero en su forma anterior a Marx, Engels y Lenin.
Lo que durante las pasadas décadas ha quedado demostrado en África y en todo el mundo de una manera tan irreversible es que el dogma no debe usurpar, ni debió haber usurpado nunca, los fines humanistas de la humanidad. No debió nunca haberse convertido en un pretexto para el poder puro, desnudo, para la codicia y el desprecio por la masa de la humanidad. Con toda certeza, antes del comienzo del próximo siglo, la imposición gubernamental, de cualquier color, será sólo una calumnia con el fin de atenuar nuestro potencia] productivo que tendrá que acabar.
es escritor africano, obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1986.Copyright 1991, Trasition. Dist. por Los Ángeles Time Sindicate.
Traducción: M. C. Ruiz de Elvira.
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