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Crítica:CINE /
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Apoteosis del mirón

Hace ahora un año, el público español descubrió, entre la admiración y el arrobo, la existencia de un cineasta francés -Patrice Leconte- que, pese a todo, llevaba en el cine no menos de 15 años y nueve películas. El vehículo de tal descubrimiento fue un filme extraño y absorbente: Monsieur Hire, revisión de un añejo producto de los cuarenta, hecho a mayor gloria de Georges Simenon, quien una vez más había proporcionado la trama con una de sus incontables novelas.Pero lo que dio a Leconte -un hombre hasta entonces no precisamente genial, a tenor de sus trabajos previos- una notoriedad pública fue el tratamiento de una anécdota mínima: en manos del realizador, las obsesiones de ese voyeur a la vez repulsivo y tierno daban pie a una reflexión claustrofóbica y enfermiza sobre los desastres a que empuja una pasión a destiempo.

El marido de la peluquera (Le mari de la coiffeuse")

Director: Patrice Leconte. Guión: P. Leconte y Claude Klotz. Fotografía: Eduardo Serra. Música: Michael Nyman. Producción: Thierry de Ganay, Francia, 1990. Intérpretes: Jean Rochefort, Anna Galiena, Roland Bertin, Maurice Unevit, Philippe Clevenot. Jacques Mathou, Henry Hocking. Estreno en Madrid: Alphaville.

El marido de la peluquera trata de cosas semejantes: otra vez las obsesiones del sexo, otra vez fijaciones fetichistas, otra vez un hombre maduro que ha perseguido siempre, detrás de una vida gris, previsible, ordenada y burguesa, la consumación de una pasión en este caso temprana.

En este sentido, cabe afirmar que el filme se ordena y se hace con idénticos elementos que el anterior. Puesto a repetir una fórmula que tanto éxito le diera, Leconte aborda una anécdota tal vez más parca aún que la de su filme precedente, y hace del cuidado de los detalles el principal motivo de sus preocupaciones: el constante acercamiento de la cámara -más una lupa de entomólogo que una herramienta narrativa- a esa peluquera en acción, a esos cortes interminables de pelo, en un juego que logra transmitir casi las sensaciones táctiles y olfativas que experimentan los dos protagonistas.

La puesta en escena es, también aquí, obsesivamente minuciosa, como si en su supremo papel de hacedor del relato, Leconte no estuviera dispuesto a dejar que se le escape ningún detalle. Eso otorga al filme una fascinante cualidad hipnótica -a la que contribuye no poco la música de Michael Nyman-, un juego especular en el cual el realizador, mirón impúdico antes que nada, sumerge con maestría al espectador obligándole a ver -mirón él mismo- desde el punto de vista del protagonista, un impecable Jean Rochefort. La hipnosis es tal que, por momentos, logra hacer olvidar las debilidades de un guión en exceso simplista y reiterativo.

Pero al final, la película se convierte en otra cosa y abre un perturbador interrogante. Como ocurre igualmente con El cielo protector, en el cual lo más interesante probablemente está antes de la llegada de la traumática pareja de viajeros al puerto de Tánger, aquí también se abre un abismo alrededor de la personalidad de esa enigmática mujer -soberbia Anna Galiena-, hasta el punto de hacer de la ausencia de información sobre ella otro más de los puntos de interés de ese filme tan revelador como astutamente ocultador. Al espectador se le requiere para que complete con su imaginación esa trayectoria vital que el relato escamotea: una llamada a la participación activa del respetable, tan poco habitual en el cine contemporáneo como imprescindible para la consideración del cine como un arte para adultos.

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