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El año (también) de Faraday

Este año recordamos el 2000 aniversario de la muerte de Mozart, y ello nos da la oportunidad de dedicar especial atención a su vida y a su obra, y de disfrutar, también de manera especial, de las creaciones de su genio. El año pasado ocurrió lo mismo con Van Gogh y también tuvimos ocasión de ponderar y admirar el extraordinario legado artístico del pintor holandés; y lo mismo ocurrió en años anteriores y seguirá ocurriendo en el futuro.Resulta normal celebrar el recuerdo de hombres y mujeres del mundo de las artes y las letras, y son bienvenidas esas celebraciones, ya que, con su obra, esos hombres y mujeres han contribuido a enriquecer nuestras vidas con nuevas sensaciones y experiencias, a cambiarlas, en definitiva, haciéndolas más humanas. Lo que no suele resultar tan normal es que ocurra lo mismo en relación con científicos que, en muchas ocasiones, han contribuido notablemente a un mejor conocimiento del mundo en que vivimos, que han concebido, con su intuición, su imaginación y su rigor intelectual, ambiciosas síntesis que nos asombran por su poder predictivo y su profundidad, y cuyos descubrimientos son también parte de nuestras vidas y nuestras sociedades.

Ése es el caso de Michael Faraday, cuyo nacimiento tuvo lugar hace ahora justamente 200 años, uno de los científicos más dotados y prestigiosos de cuantos han existido, y en quien concurren una serie de circunstancias que le hacen merecedor de especial atención. En primer lugar, era un físico experimental; en segundo lugar, los resultados de sus trabajos, que eran de investigación básica, han tenido una enorme repercusión en sus aplicaciones posteriores; en tercer lugar, sufrió de estrecheces causadas por la actitud de quienes consideraban que el poco dinero empleado en su laboratorio estaba siendo despilfarrado, y, finalmente, perteneció a esa rara especie de físicos que comprenden casi sensiblemente los fenómenos que estudian.

Hay pocos físicos conocidos fuera de la propia comunidad científica, y todo ellos, casi sin excepción, desde Newton a Einstein, pasando por los creadores de la mecánica cuántica, son teóricos, aunque en el caso de Newton, como en el de Galileo, no se diera la drástica división entre unos y otros hoy al uso. Las grandes teorías, que permiten comprender multitud de fenómenos aparentemente independientes en términos de muy pocos y, en general, simples principios, formuladas normalmente con una gran elegancia formal, han seducido siempre al público, y también a los propios científicos, que raramente citarán a algún experimentador en su lista de grandes investigadores. Faraday es la gran excepción; su formación teórica era claramente insuficiente, y su llegada al mundo de la investigación, posible gracias a una serie de casualidades en su vida, tuvo que ver más con su destreza y pasión por el experimento que con su formación previa. Sea como fuere, el conjunto de sus trabajos sobre el electromagnetismo es una pieza de intuición y rigor y fue la base de importantes desarrollos aplicados, por un lado, y de la primera gran teoría física en que se unificaban dos fuerzas aparentemente distintas, electricidad y magnetismo, por otro. Esa unificación teórica, de gran belleza formal, fue lograda posteriormente por J. C. Maxwell, otro. gran físico británico, cuya formación matemática era muy superior a la de Faraday.

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Lo que Faraday descubrió, completando los trabajos precedentes del físico danés Oersted, es el conjunto de interacciones entre Campos magnéticos y corrientes eléctricas, y, más concretamente, que como resultado de esas interacciones era posible transformar energía mecánica en eléctrica y viceversa; es decir, el principio sobre el que se basan dinamos, plantas de producción de electricidad y toda clase de motores eléctricos, desde un molinillo de café hasta una locomotora. Pero en su época nada podía hacer prever que aquellos experimentos hechos en un modesto gabinete de la Royal Institution pudieran tener las consecuencias que han tenido.

Lo que impulsaba a Faraday, era su curiosidad, su pasión por conocer más profundamente las leyes de la naturaleza, únicas y genuinas razones de la investigación básica. Nótese que, en contra de una opinión ampliamente difundida, investigación básica no es sinónimo de teórica, sino de dirigida a comprender mejor los fenómenos naturales, por contraposición a la búsqueda de dispositivos o aplicaciones basadas en conocimientos científicos, objetivo específico de la investigación aplicada. Porque para comprender los fenómenos naturales, en el contexto del método científico, es absolutamente imprescindible el diálogo entre la teoría y el experimento, siendo siempre este último el que decide en última instancia. Es interesante insistir, además, en la idea, ampliamente confirmada por los hechos, de que los verdaderos avances científicos, los que inducen cambios cualitativos en nuestra comprensión del mundo físico y que dan lugar después a toda una serie de aplicaciones imprevistas e incluso inimaginables a priori, son siempre el fruto de la investigación básica, de aquella que explora territorios desconocidos y encuentra, en ocasiones, fenómenos y propiedades radicalmente nuevos.

Pero justamente la inseguridad en los resultados, propia de esa incursión en lo desconocido que es la verdadera investigación, por contraposición a la relativa seguridad de la aplicación de conocimientos ya adquiridos, es lo que la hace poco atractiva a muchos responsables de la política y de la industria. Pues el gasto en investigación es una inversión siempre rentable en términos generales, pero tan a largo plazo y tan incierta en cada proyecto y cada objetivo particular, que puede ser considerado puro despilfarro para ciertas mentalidades.

De hecho, nuestro personaje y el laboratorio en que trabajaba sufrieron también de estrecho y penalidades, a pesar de su extrema modestia, debido al carácter poco útil de sus actividades. El mismo Faraday tuvo que dedicar mucho de su tiempo y sus energías a sostener económicamente la Royal Institution, dando conferencias y lecciones a miembros de las clases acomodadas en la Inglaterra victoriana y realizando trabajos de análisis químico para la industria. Se cuenta una anécdota, posiblemente apócrifa, como casi todas, pero muy significativa de cierto ambiente que, de una forma u otra, perdura en nuestros días. Al parecer, un miembro del Parlamento británico consideró que la ayuda que recibía Faraday para sus investigaciones debía ser suprimida, dado su carácter ocioso y su falta de aplicaciones útiles. A lo que Faraday respondió que, aun no pudiendo imaginar cuáles podrían ser éstas, estaba seguro de que los descendientes del político en cuestión cobrarían impuestos en el futuro sobre las aplicaciones prácticas que los descendientes de Faraday concebirían a partir de su propio trabajo. El tiempo transcurrido desde entonces ha dejado bien claro quién tenía razón.

El hecho es que todas las aplicaciones prácticas de la electricidad -¡nada menos!- son consecuencia de aquellos trabajos, derivados del afán de saber y de la curiosidad de Faraday y otros muchos científicos, aunque debieron transcurrir cerca de 50 años para que empezaran a extenderse de modo significativo, y ello con grandes dificultades y resistencias. Y procesos parecidos han tenido lugar posteriormente en la utilización práctica de ideas nuevas surgidas de la investigación básica con los semiconductores y transistores, la energía nuclear, los rayos X, catódicos o láser, la superconductividad, etcétera, por no hablar de la biotecnología, inimaginable sin el conocimiento del DNA, su estructura y su papel en la síntesis de proteínas y en la transmisión de la herencia genética, fruto, en su origen, de programas de investigación básica. Lo que no implica, ni mucho menos, que no haya de dedicarse el mayor esfuerzo a la investigación aplicada y el desarrollo, que permiten, de modo fiable y continuado, aprovechar los conocimientos existentes en cada momento para resolver problemas de índole sanitaria, tecnológica o social.

Volviendo de nuevo a Faraday, cabe resaltar que ideas como las líneas de campo y todo lo que contribuye a tener una imagen intuitiva de los campos de fuerzas se deben a su vivísima imaginación, a esa especie de comprensión sensible, casi táctil, de los campos y sus efectos, lo que contrasta con sus intentos de formalización teórica, en los que normalmente utilizaba un lenguaje poco riguroso, tentativo y, en ocasiones, confuso. Y fue justamente su poderosa intuición la que le llevó a vislumbrar que debía ser posible encontrar relaciones entre todas las fuerzas conocidas en su época y llegar así a una visión más unificada de las mismas. Su cuaderno de notas revela que trabajaba en un ambicioso proyecto en esa dirección que no pudo nunca realizar. Hoy sabemos que su intuición no le engañaba, pero también sabemos de la profundidad y, al mismo tiempo, de la dificultad de esa idea en la que se sigue trabajando y avanzando hoy.

Cayetano López es rector de la Universidad Autónoma de Madrid.

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