Oferta docente
CON LA llegada del mes de junio, las universidades entran en la recta final del curso académico. Es tiempo de exámenes y su tradicional parafernalia de esfuerzos de última hora, angustias y preocupaciones.Pero la actividad universitaria no se termina con los exámenes de junio. El trabajo de investigación, tan olvidado en la percepción popular de lo que es la Universidad, continúa, quizá más intensamente precisamente porque las clases se van acabando. Y se prepara, al mismo tiempo, la llegada de los alumnos que se incorporarán por primera vez a la Universidad el curso que viene.
De hecho, tras los exámenes a los estudiantes universitarios se celebran las pruebas de acceso para todos aquellos que, habiendo superado el COU, desean cursar estudios que requieren la superación de dicha prueba. Se trata de la famosa selectividad, que en verdad selecciona bien poco, puesto que la inmensa mayoría de los que se presentan la superan, pero que está desempeñando en los últimos años un papel creciente en la posibilidad efectiva de acceso a las diferentes facultades y escuelas. En efecto, la imposibilidad material de responder en condiciones de una mínima dignidad académica a la enorme demanda para entrar en determinados centros, ya de por sí masificados, implica que hayan de utilizarse las calificaciones de cada alumno, único criterio objetivo disponible y utilizable para un colectivo tan numeroso como éste, a la hora de establecer una cierta ordenación.
La capacidad de acogida de estudiantes en cada centro universitario configura la oferta de plazas docentes que es necesario contrastar con esa demanda. Se trata, pues, de un dato crucial porque el desajuste entre oferta y demanda -aunque afecta únicamente a una fracción de los alumnos, concentrados además en unas pocas universidades, especialmente en Madrid y Barcelona- genera una inquietud considerable en las familias cada comienzo de curso. ¿Cómo se determina esa capacidad? Justamente en los próximos días cada universidad ha de elevar su propuesta de oferta docente para el curso próximo al Consejo de Universidades, al que corresponde la decisión final para el conjunto de las universidades del país. La discusión que tiene lugar cada año por estas fechas no carece, pues, de importancia. La misma Ley de Reforma Universitaria (LRU) así lo reconoce al encomen dar al Consejo de Universidades la elaboración de módulos objetivos de capacidad que sirvan para fijar, basándose en criterios mensurables, la capacidad efectiva de cada centro universitario.
Parece obvia y oportuna esa previsión y no muy complicada, por cierto, ya que esos módulos no pu eden ser mucho más que una cierta combinación de profesorado, espacio flisico y medios docentes disponibles. Su puesta en práctica permitiría comprobar hasta qué punto las inversiones públicas en enseñanza universitaria producen un paralelo aumento en la oferta docente; deshacer prejuicios, a veces infundados, acerca de la masificación relativa de centros y universidades, y servir como instrumento de acción futura en el campo de la educación superior. No es de descartar, por otra parte, que suran sorpresas al cotejar la capacidad real y la proclamada en un cierto número de casos.
Pues bien, ocho años después de la promulgación de la LRU, esa previsión sigue sin cumplirse. La discusión y la decisión final acerca del mapa de plazas universitarias nuevas para el curso próximo seguirá apoyándose en bases tan poco firmes como lo que ese mapa ha sido en el pasado, modificaciones coyunturales discutibles o la mayor o menor sensibilidad de universidades y consejo ante el problema.
Hora es ya de que se empiece a trabajar seriamente en la elaboración de los módulos objetivos de capacidad. Mientras tanto, no hay más remedio que apelar al sentido de responsabilidad de las autoridades educativas en la toma de las decisiones que son de su competencia.
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