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Emigrar de la URSS, una penosa aventura

El creciente éxodo de ciudadanos soviéticos se nutre del deterioro económico

Pilar Bonet

El deterioro de la situación económica, la falta de perspectivas de futuro y una sensación de inestabilidad generalizada son algunas de las causas que influyen en la creciente emigración de la URSS, una penosa aventura que en 1990 emprendieron casi medio millón de personas.

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Desde que las autoridades soviéticas liberalizaron su actitud hacia la emigración, abandonar casa y trabajo y cruzar la frontera ha dejado de tener carácter de disidencia política, pero conserva aun ciertos rasoos trágicos asociados a la pérdida de la ciudadanía.Con la ley sobre desplazamientos y emigración, aprobada recientemente por el Parlamento de la URSS, los soviéticos recibirán pasaportes para cinco años, válidos para todos los países del mundo, y no dependeran de un permiso de viaje emitido por sus propias autoridades para un tiempo determinado. La ley entrará en vigor el 1 de de 1993, según la fecha definitivamente aprobada, que Supone un compromiso con sectores conservadores y un retraso sobre fechas previstas en anteriores borradores.

Excepto para los cludadanos que hayan tenido acceso a secretós de Estado, tengan obligaciones económicas, familiares o penales en la URSS, las autoridades soviéticas pasan a ser formalinente indiferentes ante el lugar de residencia de sus cludadanos y su eventual colocación en el extranjero. Otra cosa es que los soviéticos consigan ser admítídos con facilidad en los paises occidentales desarrollados, temerosos de una invasión de pobres dispuestos a aceptar cualquier trabajo a cualquier precio, y los problemas soclales y económicos que ello puede originar.

La entrada en vigor de la ley presupone la arripliación de la red de servicios relacionados con la acción de viajar, algo para lo que la URSS heredada por Mijaíl Gorbachov no está en absoluto preparada. Aún hoy, el número de vuelos internacionales del aeropuerto Sheremétievo 2, en Moscú, es ridículo corríparado con cualquier capital europea, sin hablar de los servicios de aduana y, pasaporte.

Además de los deseos de evitar el destino común, no demasiado esperanzador a corto plazo, el anhelo de ver el mundo tanto tiempo riegado a los soviéticos ha sobresaturado todos los servicios disponibles, desde la compra de billetes al cambio de moneda, pasando por la expedición de pasaportes y la obtención de visados. Casi cuatro millones de soviéticos salieron al extranjero en 1990 en visita privada.

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Los tormentos cornienzan con la obtención del pasaporte. El UVIR (la Dirección de Registros y Visados), orgarilización del Ministerio del Interior que los expide, debe hacerlo en el plazo de un mes, pero a inenudo pasan dos o más meses hasta que lo hace. Para pedir un pasaporte hay que tener previamente una justficación de viaje, ya sea una invitación particular o institucional. Quienes viajan comisionados por sus empresas gestionan su pasaporte en régimen de viaje de negocios.

Sólo con el pasaporte en la iriano se pueden comprar los pasajes y cambiar el dinero, ambas cosas heroicas tareas de varios meses. En todo Moscú, una ciudad de nueve millones de habitantes, hay sólo tres oficinas bancarias, donde carrítuan un máximo de 200 dólares (5.520 rublos al nuevo cambio introducído este año) al año a quienes van en visita temporal y un total de 100 dólares a quienes, se van definitivamente. Los sofocos, atropellos y peleas son lrecuentes en las colas, pese a la cotización de las divisas, prácticamente prohibitiva para quienes, tienen salarlos medios de unos 300 rublos al mes.

Las manos vacías

Muchos se marchan al extranjero sin haber logrado cainblar dinero. Se van con las manos vacías y un surtido de objetos en la maleta (prismáticos, objetos de óptica, latas de caviar, botellas de vodka, artesanía popular) que esperan poder vender en tiendas especializadas en la compraventa cuya dirección circula de mano en mano. Cuando se trata de intelectuales, la subsistencia puede lograrse a base de conferencias u otros servicios menos humillantes que la venta de chucherías.

Las colas que se forman en las embajadas extranjeras en Moscú tienen sus características específicas. Frente a la Embajada de Estados Unidos se reúne un amplio contingente de armenios. Frente al consulado de la República Federal de Alemania se concentran los descendientes de los alemanes que vinieron a Rusia en tiempos de Catalina la Grande. Llegan desde Kazajstán y otras zonas asiáticas donde fueron deportados durante la Segunda Guerra Mundial. Incluso nacieron en la Repliblica Alemana del Volga que fue inuIada por Stalin y que difícilmente volverá a existir si continúa la oposición de los habitantes de Sarátov al reasentamiento de los alemanes en los territorios que dejaron en 1941.

Maria Goethe, una campesina que fue deportada de Sarátov a Siberia cuando tenía 19 años de edad, cree que la ley de emigración que ha aprobado el Parlamento de la URSS, supone que los países occidentales "nos van a recibir a todos". Maria Goethe hace cola frente al consulado de la RFA. Tiene 61 años y carece de parientes en Alemanía.

Frente al consulado israelí, el tumulto de quienes arreglan sus papeles para emigrar se complementa con una liríprovisada fila de tenderetes donde se venden desde mapas de Tel Aviv y Jerusalen a diccionarios de hebreo, bolsas de viaje y enseres domésticos que no se van a necesitar más. Las paredes y postes cercanos están llenos de letreros anunciando cursos de hebreo, de cooperativas que facilitan taxis para hacer recados y, ofrecen alojamiento a los ruturos emigrantes llegados de provincias.

Aquí se conipran también los pisos de quienes se van. Un hombre de negocios se pasea con un anuncio en el que se ofrecen divisas a cambio de un apartamento. Un apartamento de tres habitaciones en el centro de Moscú vale, según nos dice a condición de no dar su nombre, 30.000 dólares. Los precios de los apartamentos oscilan entre los 2.000 y los 40.000 dólares.

Para Arkadi Korostishevski, un médico de Cherkassi (Ucrania), emigrar ha sido una decisión dolorosa. "Me voy porque siento el atisemitismo en la vida cotidiana y la situación económica es difícil".

Entre quienes esperan su visado a Israel hay ancianos ancianos con las condecoraciones soviéticas prendidas en su americana. Uno de ellos, Shulim Margulis, de Moscú, tiene 81 años y dice haber luchado en Hungría, Rumanía y Yugoslavia en la Segunda Guerra Mundial. "No sé lo que haré", dicse Margulis con optimismo. "Si puedo trabajar, trabajaré; si no, viviré de la pensión que me den".

Para Mara, una hebrea que vivía en Bakú con su marido, armenio, la decisión de emigrar ha sido algo impuesto. Desde los sangrientos sucesos de enero de 1990 en la capital de Azerbaiyán, Mara vive con otros muchos refugiados en un albergue Zaraisk, a 150 kilómetros de Moscú.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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