Comedia descafeinada
La metamorfosis que experimentan algunos cincastas no estadounidenses cuando se incorporan a la industria norteamericana es casi tan inquietante como la que sufrían los habitantes de la ciudad de Santa Mira en La invasión de los ladrones de cuerpos, una de las obras maestras del recientemente desaparecido Don Siegel. De la noche a la mañana, un director que hasta entonces parecía interesante, más o menos imaginativo, arriesgado o personal, se nos presenta en su siguiente película made in Hollywood, misteriosamente conservador, autocomplaciente y sin identidad propia. El afectado pierde esa mirada especial que le caracterizaba y se convierte en una copia descafeinada de sí mismo.Algo así deja, entrever Matrimonio de conveniencia, cuarta producción norteamericana de Peter Weir y primera incursión del cineasta australiano en el género de la comedia. La película no deja de ser decepcionante por el grado de blandenguería, demagogia y claudicación al que hoy parece tender el autor de El año que vivimos peligrosamente.
Matrimonio de conveniencia
Director, productor y guionista: Peter Weir. Producción: EE UU, 1990. Intérpretes: Andie MacDowell, Gérard Depardieu, Bebe Neuwirth, Gregg Edelman. Salas de estreno en Madrld: California (versión original), Palacio de la Música, Novedades, Juan de Austria, Multicines Royal.
Lo más reseñable del filme son los parelelismos entre el propio director y el personaje central, Georges Fauré, un emigrante que intenta consolidar a toda costa su permanencia en Estados Unidos (mediante un casamiento de puro trámite con una deseonocida) y acaba obligado a poner en escena una comedia con los requisitos necesarios para seducir a un público determinado.
Para que su ficción resulte más convincente, Fauré y su cómplice (Andie MacDowell, la excelente actriz de Sexo, mentiras y cintas de video) improvisan incluso las imágenes de un pasado conyugal (sin duda los momentos más inspirados de la película), y Weir introduce con calzador ciertas pretensiones que remiten a sus películas anteriores (unas gotitas de reivindicación ecologista; una pizca de crítica social), pero no llega a ¡desarrollarlas con el rigor de otras ocasiones.
El problema es que en ambos casos el montaje es dernasiado endeble y forzado y sólo funciona a un nivel muy superficial gracias al talento de sus intérpretes principales. Ni Fauré ni Weir cuentan con un guión lo bastante sólido como para impedir que finalmente se pongan de manifiesto sus verdaderas intenciones: asegurarse una estancia placentera en el "país de las grandes oportunidades".
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