Matar a un muerto
The DoorsDirección: Oliver Stone: Guión: Randall Johnson y Stone. Fotografia: R. Richardson. Música: The Doors. Estados Unidos, 1991. Intérpretes: Michael Madsen, Billy Idol, Katheleen Quijilan. Coliseum, Florida, Aluche, Cartago en v. /o., Ideal.
Por lo visto, es cierto que hay amores que matan. Incluso los hay capaces de matar a un muerto. Cuenta su director, Oliver Stone, que The Doors es un acto de amor destinado a devolver a Jim Morrison -el célebre cantante norteamericano líder del grupo de música rock que da título a la película- la vida. Pero la verdad es que Morrison nace muerto en ella, o más exactamente es asesinado en vez de resucitado, pues nunca llega a ser un verdadero personaje vivo, sino un pelele sin otra vida que la fingida, lo que es la peor forma de muerte cinematográfica.
Oliver Stone es un cineasta francotirador formado en la producción, independiente y uno de los pocos hombres de militancia izquierdista en el cine norteamericano reciente. Su corta carrera está llena de altibajos. Comenzó bien en Salvador. Mantuvo, aunque con balbuceos, su estilo, algo elemental pero convincente, en Platoon. Luego, en Talk Radio, bajó de calidad en picado y mostró una peligrosa inclinación hacia la truquería de laboratorio y el manierismo visual. Pese a ello volvió a hacer buen cine en Nacido el 4 de julio, película que tiene partes bellas e intensas, aunque a veces cae en la exageración. Pero ahora, en The Doors, Oliver Stone no sabe hacer otra cosa que exagerar y esto le conduce a simular que hace cine haciendo en realidad anticine: un aburrido rosario de imágenes compuestas y encadenadas con una tosquedad penosa.
Todo en The Doors son amaños y subrayado propios de un aprendiz de cinc. No hay en la película ni una sola escena, incluso ni un solo plano, donde Stone no mienta con la cámara. El filme es una agobiante colección de encuadres imposibles; de movimientos de cámara retorcidos y enfáticos; de agobiantes distorsiones ópticas destinadas a crear un ritmo vertiginoso que no tiene otro efecto que marcar al espectador y así servir de cortina de humo destinada a encubrir la vaciedad del relato, la irrealidad de las situaciones, la artificiosidad de los altisonantes diálogos y de los (es un decir) personajes: tipos verídicos que, vistos a través de la mirada de Stone, no hay quien se los crea.
La banda sonora de The Doors, atractivo principal de la película, es neutralizada por la pretenciosa mediocridad de las imágenes. Y hay una demostración involuntaria de ello en la visualización que Stone hace de la famosa canción de Morrison The End. Esta bella y dramática balada sirvió a Francis Coppola de arranque y final del genial itinerario de su Apocalypse Now. Allí, la música de Morrison creaba Cine, con mayúscula. Aquí, nada crea. Es más: casi no se oye su trágica y obsesionante cadencia. Se pierde, muere en manos de quien intenta resucitarla. Y de paso define a la película.
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