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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Salto con red

LA APROBACIÓN por el Consejo de Ministros, próxima al parecer, del decreto que regulará la creación de nuevas universidades supondrá la posibilidad de abrir instituciones de enseñanza superior de titularidad y gestión privadas pero que expedirán títulos oficiales. La intervención particular en este sector es, de entrada, positiva, y su futura consolidación puede ser un acicate para aquellos que han aprovechado el monopolio de la universidad estatal para viciar su objetivo como servicio público y hacer dejación de sus deberes lectivos (ausencias prolongadas de determinados profesores, desidia en la actualización de los conocimientos, etcétera).Ahora bien, todo eso no será verdad si algunos postulantes de la universidad privada quieren amortizar la inversión en el primer curso, al año de abrir las aulas, a base de convertir su institución en parasitaria de la universidad pública. La buena universidad privada no sólo acredita suficientemente los títulos académicos que otorga, sino que además es un centro de referencia en la vanguardia de la investigación.

Las presiones que algunos sectores de la iniciativa privada han hecho para que el Ministerio de Educación considere, aunque sea de forma transitoria, que su profesorado pueda ser compatible con la docencia pública o que ésta reserve al catedrático tránsfuga su plaza ante un eventual fracaso en la privada no es la mejor manera de plantear una nueva opción. Entre los costes de creación de una universidad no debe entrar únicamente el de la construcción de las aulas, sino también la germinación de un profesorado solvente, un proceso lento y, por tanto, no rentable de inmediato.

Quienes reclaman la protectora red para las privadas no están pensando estrictamente en una institución de enseñanza superior, sino en una expendeduría -ni tan siquiera lujosa- de diplomas. La universidad privada es necesaria y conveniente, pero asumiendo plenamente su papel y sin querer rentabilizar la inversión a costa del trabajo de cantera que ha hecho la pública en su profesorado. El centro privado debe ambicionar, lógicamente, el fichaje de los mejores profesores, pero con los riesgos -para el promotor y para el contratado- que supone siempre una nueva aventura. Sería inaceptable que, bajo cualquier fórmula, estas nuevas universidades se beneficiaran de la sedimentación del dinero público. Obligar, como hace el borrador del decreto, a que el 60"Yo del profesorado tenga dedicación exclusiva es una cláusula exigente, incluso discutible. Pero queda aguada si este profesorad o sabe que tiene la retirada cubierta con la condición funcionaria] que posee y a la que podría regresar. El texto original del decreto no contempla esta posibilidad, pero la insistencia de algunos promotores en introducirla desluce la ambición que debe sustentar un proyecto tan importante.

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Es razonable que quienes se propongan crear una institución docente superior privada procuren que la gestión no sea deficitaria y conduzca al fracaso. Es un cálculo necesario en cualquier empresa sensata, pero jamás en estos cálculos puede entrar el usufructo de una inversión pública.

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