Euskera y catalán
LA CONSTITUCIÓN reconoce el castellano como lengua común y de conocimiento obligatorio para todos los españoles, y ampara el idioma propio de cada autonomía, en caso de que lo tenga, en el territorio de dicha comunidad. Esta consagración del bilingüismo es vista por algunos como un peligro a la supervivencia en España de las lenguas no castellanas en la medida, afirman, que estas situaciones no se demuestran estables y el idioma con primacía termina imponiéndose al otro. La única salida, de acuerdo con este análisis, es imponer la oficialidad no compartida de la lengua catalana, vasca o gallega en su territorio. Esta previsión sobre el predominio final de una lengua se ampara en una abstracción lingüística que no contempla otros datos de la realidad de cada lugar.La nueva coalición que conforma el Gobierno vasco anunció su intención de sustituir la enseñanza del castellano por una bilingüe. A no ser que las manifestaciones programáticas escondan otra intención, y a falta de ver cómo se quiere alcanzar este objetivo sin vulnerar los derechos individuales de los ciudadanos, la ambición de la nueva Administración vasca parece lógica. Si una comunidad es plurilingüe, realidad que -salvo por cicaterías políticas- jamás debe contemplarse como un estorbo, es comprensible que se quiera amparar esta riqueza cultural. Pero esas decisiones de ninguna manera deben ser ni forzadas ni maximalistas en cuanto a su puesta en práctica: no se debe olvidar que sólo uno de cada cuatro ciudadanos vascos es capaz de hablar y entender el euskera. El ejemplo escolar catalán, que se vive apenas sin fricciones, conjugando la necesaria escolarización en catalán con el aprendizaje bilingüe, puede ser útil en Euskadi.
Lo que las autoridades lingüísticas de cualquier país deben tener presente es que los idiomas no se imponen por decreto. Con ello se consigue, quizá, su monopolio en la vida pública, pero padecería a la larga un vicio de origen: su uso forzado provocaría el rechazo de una parte de la población que lo restringiría a lo estrictamente ordenado. Durante el franquismo, el castellano tuvo este fatídico privilegio, y el actual vigor del catalán demuestra la inutilidad de esta estrategia. La auténtica perennidad de un idioma no se alcanza con la coacción del usuario, sino porque asuma esa lengua como manifestación de su espíritu.
Cualquier desmán administrativo puede perjudicar una estrategia lícita que debe tener en la cautela y en la defensa de los derechos individuales su norte. Cuando se pierde este cálculo, ocurren sucesos tan disparatados como el protagonizado recientemente por el consejero de Bienestar Social de la Generalitat, Antoni Comas, que dictó una orden persiguiendo a los funcionarios de su departamento que usen ante el público el castellano. El propio presidente Pujol -que comparte el acertado criterio de que la política lingüística debe surgir del consenso- desautorizó a su consejero -aunque, eso sí, no se atrevió a destituirlo-, y el aprendiz de Torquemada no encontró más noble excusa que cargar la responsabilidad de la nota en un error de la secretaria. Que nadie repita episodios tan bochornosos.
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