Para emigrar nunca son buenos los tiempos
El autor hace un análisis sobre los 17 años que lleva viviendo en Madrid y concluye que debe terminar la situación de los suramericanos, inhumanamente perseguidos por venir de donde vienen. A una ley estricta se une, en España, un racismo que vincula, por ejemplo, automáticamente colombiano con narcotráfico.
Corría el año 1973 cuando, desde allá, desde Colombia, viajé a Europa por primera vez. España nunca fue mi meta, pero el destino o la misma voluntad personal me incitó a conocer este país que huele a ajo y donde conviven moros y cristianos. Por 15 días venía, y aquí llevo 18 años maravillosos. Por aquel año al que me refiero no era difícil la entrada a esta heredad, lo dificil era la permanencia. No había para este recién llegado nada de identidad en ese ambiente en el que debía desenvolverme. Los españoles, por aquel entonces, vestían de gris, de marrón y negro. ¡Qué contraste con aquellas prendas multicolores que se acumulaban en mi maleta y colgaban de mi cuerpo! Reparaban en mí como en un extranjero, y no podía sacarles de la duda, pues esa mezcla de tango y rumba, de salsa y cumbia, no había sevillanas ni bulerías donde esconderla. Y si hablaba, bueno, ya era todo un cante.Un hecho convulsionaba a los españoles de aquella época: la muerte de Carrero Blanco. Pocos meses antes tembló Latinoamérica con la muerte de Salvador Allende. Dos hechos de iguales características en su intención, pero de distinto fin, pues si el español abría una puerta a la esperanza, aquel de Chile significaba un portazo para ella y para todo lo demás. Un sueño tuvo la culpa de mi permanencia en este país: un día antes de regresar a Medellín soñé, viéndome allí, haciendo lo mismo que generación tras generación han hecho los que allí se quedaron, y me horrorizó tanto aquella premonición que, aun sin despertar de ese fantástico sueño, cancelé mi viaje de regreso. Lo demás es todo más o menos igual entonces que hoy. Eso de la ley, de la policía, de los papeles, siempre lo he tenido muy claro. Si allá en Colombia había que estar al día, en un país extranjero significa adelantarse a esto tan ineludible que es estar en regla. Para lograr el hoy codiciado permiso de trabajo bastaba con ir al ministerio del caso, solicitarlo, y al minuto nos lo daban previo pago de 25 pesetas. Con este papelito entre el bolsillo nos llegaba también la tranquilidad al corazón; con él ya era fácil gestionar la residencia y continuar con ese martirio burocrático de la pescadilla que se muerde la cola, haciendo aquellas filas interminables delante de la comisaría de Los Madrazo, la más famosa entre los extranjeros. No me falló, pues, mi intuición al respecto, porque, para julio del año 1974, ya era obligado el permiso de trabajo, que, a su vez, no nos lo daban si no teníamos un contrato.
Desde luego que toda emigración en todas partes del mundo tiene sus reservas. Por aquella época los suramericanos nos ocupábamos de los trabajos que el español nativo no quería desempeñar, distinto a hoy, que ya podemos ejercer nuestras profesiones casi sin problemas, o mejor dicho, una vez hayamos solventado todos los trámites que nos exigen, léase convalidaciones, principal cruz del latinoamericano en España, tachonadas de papeles, de firmas, de sellos y demás trámites burocráticos de ida y vuelta que nunca van ni vienen completos. Retrocedamos un poco: el primer trabajo que tuve en Madrid fue de administrativo. Ahí conocí a los que fueron mis profesores españoles en esa asignatura obligada que todos los extranjeros hemos de asumir. De ellos aprendí a decir "cojones", que en colombiano se dice "güevas". Por ellos cambié mi yuca y, mi arracacha por el cocido madrileño.
Suramericanos de moda
Por estos años, los latinoamericanos estábamos de moda en España, sobre todo en Madrid y Barcelona. Levantaban una piedra, y debajo de ella había tres o cuatro argentinos. Se atracaba algún banco, y los cerebros, secundones y demás séquito del atraco eran colombianos, y éste fue el principal factor que empezó a fracturar nuestra situación en España, como lo hace la coca actualmente. Por tal motivo no había empresa que quisiera contratar a un colombiano. No había propietario de algún piso que quisiera alquilárselo a un colombiano. No había español que quisiera ser amigo de un colombiano: la discriminación, la marginación y hasta el racismo hacia los suramericanos nacieron en esta época en España.
Como antes decía, el trabajo que podíamos ejercer los latinoamericanos era el que los españoles despreciaban: camareros, mozos, chóferes, mensajeros y un sinfin de trabajos más, muy dignos por cierto, pero tan mal pagados que más de una vez decíamos: "Eeeeehhhhh, ave María, mijo, no me crea tan hijueputa pa trabajar en eso...". Mi caso personal se centró en un hotel: venir de donde venía, vivir como vivía, para servir en un hotel me sentó fatal, pero había que hacerlo, mi universidad dependía de ese trabajo, mi vida dependía de ese trabajo. Así que de la noche a la mañana me vi fichando en el hotel Villamagna, trabajando de nueve de la mañana a cinco de la tarde, bajo las órdenes de unas gobernantas que le hacían honor a su nombre. Y como si esto fuera poco, al servicio de un ex dictador venezolano que vegetaba en la suite Granados. Toda esta historia, recopilada en mi novela Radiografía de un hotel.
El comisario de Los Madrazo fue quien me insistió que me hiciera español. Por serlo no iba a dejar de ser colombiano: uno es de donde está, y punto. Acepté, y ahora tengo un carné de identidad, igual al carné de parado. Porque los filólogos hispánicos de hoy somos algo parecido a los camareros de siempre, es decir, ¿para qué un título universitario si para ser camarero no se exige nada?, aunque, por fortuna, los bares estén llenos de licenciados.
De lo que no cabe duda es que en esta clase de problemas, como en muchos otros, no hay más solución que la personal. La colectiva sólo ayuda a que los muchos inmersos en un mismo problema minimicen sus consecuencias consolándose entre ellos mismos. Conozco infinidad de personas latinoamericanas de distintas nacionalidades que sólo se relacionan entre ellos, forman grupos, centros, y no está mal que así sea; si desarraigarse es dificil, por no decir imposible, el integrarse es del todo necesario.
Mis apellidos Ochoa Escobar últimamente me causan algunos problemas en España. Más son los, sofocos que les causa tal estirpe al resto de mi familia que queda en Medellín. Si un policía de acá me pide el DNI, por el haz verá fulanito de tal, domiciliado en tal sitio; por el envés lee nacido en Medellín, Colombia. Entonces ya no le cabe la menor duda, soy de los mismos... Una vueltecita por la comisaría del barrio donde circule no me la quita nadie.
Toreros y narcotraficantes
Es verdad que soy familia directa de Pablo Escobar e irreconocido de los Ochoa, pero lo que está del todo claro es que no soy narcotra-ficante, soy poeta, escritor y periodista. Sobre el narcotráfico podríamos hablar en otra ocasión; ahora sólo pretendo una cosa: que los españoles no asocien la idea generalizada de narcotraficante con colombiano, o que, por el contrario, los latinoamericanos en general no asociemos al español con torero o tonadillera.
En España no se sabe nada de Latinoamérica. Los de allá nos topamos aquí con el desconocímiento que hay de nuestros países; aunque nos aseguren que nos une un idioma, una cultura y hasta un dios... ¡boberías! Allí las tres cosas son totalmente distintas a las de aquí.
Con el quinto centenario del descubrimiento, que ya no se llama tal, sino encuentro, se pretende entrar en una década dedicada a Latinoamérica; tarde para los de allá, aunque para los de aquí aún sea propicio, sólo por abastecerse de los recursos naturales que allí abundan y aquí escasean; pues dudamos que sean el hambre, el analfabetismo y la ignominia total los que inciten a los distintos países europeos (entre ellos España) a levar anclas e hinchar velas en pro de otro encuentro como el programado.
Esos llamados sudacas somos seres con las mismas necesidades que cualquier otro ser humano de otra denominación. Necesitamos trabajo, del que depende todo lo demás para poder ser un miembro de la sociedad eternamente establecida; de lo contrario, sólo seremos seres incordiantes y conflictivos. Muy distante está la posibilidad de un encuentro entre lo hispánico, sin fronteras de ninguna clase, con los mismos matices y direcciones del Mercado Común Europeo. Nos queda mucho por lograr a los sudacas que estamos aquí; a los chapetones que están allá, al resto de los europeos y a los americanos del norte, que son los únicos que pueden circular a sus anchas por todas partes (ni africanos ni asiáticos, excepto japoneses, entran en el escalafón). Nos queda mucho por hacer a todos, digo, por lograr una verdadera unidad del ser humano, sea de donde sea o vaya hacia donde vaya, y la nueva ley de extranjería española no es precisamente una carta magna al respecto. Se habla, no obstante, de una amnistía para todos los suramericanos con su situación sin legalizar en este país; lo exige la CE, y bienvenida sea con tal de que finalice esa persecución a la que nos vemos inhumanamente sometidos.
El artículo de mi compatriota y compañera de oficio Cristina Gutiérrez aparecido en este mismo periódico es bien elocuente y da muestras claras de esa tensión que padecemos por el simple hecho de ser quienes somos y venir de donde venimos. Tiene que haber una fórmula, magistral, que nos dé el remedio para tantas dolencias, y sin lugar a dudas, ha de venir de una intención política que facilite el tránsito, la estancia temporal o definitiva, de todas las personas, sin distinción de nacionalidad, que llenas de buena voluntad ejerzan esa cualidad racional del libre movimiento, distinta de la animal y totalmente opuesta a la vegetal del olivo o la amapola, condenados a florecer en el lugar que nacieron.
es poeta, escritor y periodista. Colombiano nacionalizado español.
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