En vuelo a Manila
En este nuevo fragmento inédito de Retrato del artista en 1956, Jaime Gil de Biedma continúa con la descripción de sus encuentros en Filipinas con veteranos de Tabacalera. En ese ambiente se respiraba un profundo sentimiento anticlerical, expresado mediante suculentas anécdotas. Gil de Biedma aprovecha para analizar el fracaso de la colonización española.
El agente de compras de Tabacalera en Davao, Macías, es un hombre muy mayor, bastante solitario y probablemente amargado. Fuera de su trabajo en la bodega y la oficina vive para su hija única y soltera, una mujer silenciosa y muy guapa, algo pasada ya; pero se muere de ganas de hablar y hemos hablado muchísimo durante estos dos días. Es persona educada y leída y fervoroso anticlerical -en Manila me dijeron que había sido marino mercante y entró a trabajar en la flota de cabotaje que tuvo la Compañía. Recuerda haber oído a un viejo empleado español, llegado al país antes de 1898, que en aquella época un filipino que se atreviese a hablar castellano delante de un fraile corría peligro de llevarse una tanda de bejucazos en castigo a su impertinencia. Hay en Noli me tangere una escena de ese estilo, menos brutal pero igual de humillante, entre el Padre Dámaso y el maestro de escuela de San Diego. No me la creí del todo; me parecía inverosímil un país colonizador que restringe deliberadamente el uso de su lengua.
Un hombrecito de bien
Macías me ha rizado el rizo de una historia muy curiosa. Eduardo Vega me contó en San Carlos que su padre vino a Filipinas a los 13 años porque le expulsaron del colegio y su familia le envió a que se hiciera un hombrecito de bien junto a un tío soltero que era plantador en Negros y al morir le dejó su Hacienda, que es ahora de Eduardo. Pues resulta que el padre, Teodomiro Vega, es el Coste de A.M.D.G., la novela de Pérez de Ayala, el compañero de Bertuco en el colegio de los jesuitas que se fuga de allí montado en Castelar, el borrico.
El viejo trasciende de lejos a republicano histórico. Tiene poco en común con los otros veteranos de Tabacalera que he ido conociendo en estas semanas, cuyo origen rural es aún muy perceptible, pero su anticiericalismo lo comparten todos.
En las Islas Visayas se habla aún bastante castellano y el recuerdo de la época española está mucho más próximo y más vivo que en Manila: estas gentes echan la culpa a los frailes de la pérdida de Filipinas y tienen razón, hasta cierto punto.
La historia no es sólo eso. El archipiélago -islas sin oro- empezó siendo y nunca dejó de ser del todo un territorio de misiones del que la Corona de Castilla nada quería saber directamente. Filipinas dependía del virreinato de Nueva España y su sola comunicación con él era el galeón de Acapulco, una o dos veces al año. Luego, desde mediados del siglo XVIII hasta el destronamiento de Isabel II, España se esforzó en hacer de Filipinas una colonia por el estilo de las Indias Holandesas y el resultado fue siempre un fracaso. Le faltaba poderío comercial para enriquecerse traficando con los recursos naturales del país y con el trabajo forzado de los nativos, como los holandeses, y carecía de industria para surtir a la colonia de géneros de exportación a precios de competencia, como Inglaterra. Además, la inmigración de españoles peninsulares fue poco menos que inexistente. Una colonización es un continuo atraco a mano armada, pero cuando lo perpetra un país con un excedente de vitalidad el despojo se consolida y el atracador se enriquece. España era un país enfermo, enquistado en si mismo, y fue un amo tiránico y un explotador tan cruel como incompetente que se ganó a pulso la pérdida de sus colonias. Cuando las peloteras entre frailes españoles y curas indígenas se enconaron hasta el inconcebible extremo de la ejecución en garrote de los padres Burgos, Gómez y Zamora, las ocho provincias tagalas quedaron listas para estallar y la asimilación de Filipinas a los esquemas coloniales propios de la época se hizo imposible. La reducida casta de militares, funcionarios y comerciantes españoles, con el gobernador general y el presidente de la Audiencia al frente, hubo de apoyarse de nuevo y cada vez más en las órdenes religiosas. Ellas fueron siempre la única correa de transmisión eficaz entre la España oficial y la Filipinas real, para decirlo en términos regeneracionistas. Sin frailes poi- el estilo del recoleto de San MIllán de la Cogolla -hubo bastantes al principio mucho mejores- y sin mercaderes cantoneses -que aseguraron un mínimo tráfico comercial-, España no hubiera durado en Filipinas 300 años largos. En cuanto a Tabacalera, constituida en 1881, it was too little and too late, a pesar de su dinamismo inicial y de sus ambiciones; su fenomenal expansión en el primer tercio de este siglo se la debió a Estados Unidos.
Por cierto, es muy chocante que esos mismos viejos empleados de Tabacalera afirmen, contra toda evidencia, que los españoles no somos racistas, con un candor comparable al mío antes de venir aquí.
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