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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Espectacularidad a la europea

Planteado como un desafío desde Europa el aplastante dominio de mercado de la ciencia-ficción norteamericana, El poder de un dios resume en su historia íntima un trozo nada desdeñable del reciente devenir histórico soviético. En 1983, el realizador alemán occidental Peter Fleischmann, reputado representante de la generación de Oberhausen y del nuevo cine de los sesenta -Escenas de caza en la Baja Baviera, El virus de Hamburgo-, se interesó por la adaptación de una notable novela política que disfrazaba su discurso con los ropajes de la anticipación científica.Esa novela, que en España se editó como Qué difícil es ser Dios, es la obra maestra de dos hermanos, Arkadi y Boris Strugatzki, máximos cultivadores soviéticos de un género que siempre contó en su país con abundante clientela. Tras arduas defiberaciones, dado el contenido de la obra y el hecho de que los Strugatzki fueron marginados durante la era de Bréznev, los trabajos tuvieron que esperar hasta la llegada al poder de Andrópov, se interrumpieron cuando Chernenko y se retomaron con Gorbachov. Sólo en 1989 se realizaría el rodaje.

El poder de un dios (Hard to be a god)

Director: Peter Fleischmann. Guión: Peter Fleischmann y Jean-Claude Carrière, según novela de Arkadi y Boris Strugatzki. Alemania-URSS-Francia, 1990. Intérpretes: Edward Zentara, Alexander Filipenko, Anne Gautier, Pierre Ciementi, Christine Kaufmann, Werner Herzog, Hugues Quester. Estreno en Madrid: cines Rialto, La Vaguada, Vergara y Lumiére.

El poder de un dios se centra en un planeta al cual unos terrestres observan en misión científica. El planeta está habitado por hombres que repiten, con retraso, estadios pretéritos de la evolución del homo sapiens, por lo que no es de extrañar que en él prevalezca la violencia y el enfrentamiento, se repitan tiranías sangrientas y revueltas liberadoras. El método elegido por los científicos es la observación empírica y racional de los conflictos sociales, sólo que para contar con buenos datos han introducido en medio del cuerpo social a enviados que se mezclan con los grupos en conflicto. ¿Podrán mantenerse equidístantes de los polos del enfrentamiento?, ¿lograrán no tomar partido, a pesar de que con su aplastante poderío tecnológico una intervención suya podría acelerar considerablemente el curso de la historia, y ahorrar, por tanto, sufrimientos, destrucción y muerte?

Esta atractiva premisa -que en los tiempos de Jruschov, en que se editó la novela (1963), apareció como prístina metáfora de la necesidad de cambiar desde arriba el curso de las cosas, y, que hoy puede leerse como una sorprendente premonición de la ayuda occidental (y, de paso, de su previsible fracaso)- es servida por Fleischmann con convincente realismo, pero sin renunciar a la espectacularidad, y con la mirada puesta, como es lógico, en la taquilla. El filme, que se apunta a la variante más transitada por el género en su versión soviética -la colonización de otros planetas y los peligros que entraña- se dirige por igual a quienes ven en la ciencia-ficción la posibilidad de grandes lecturas metafóricas sobre la realidad, en la mejor tradición utópica, pero también a quienes gustan de la acción y la ambientación espectacular. Puede considerarse como razonablemente lograda.

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