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El hombre de hierro

Antonio Elorza

Al final de los años setenta, el cineasta polaco Andrzej Wajda redactó su particular epitafio para el régimen socialista en El hombre de mármol, un filme cuya estructura narrativa seguía los pasos de Ciudadano Kane. El ingenuo héroe del trabajo de la primera etapa revolucionaria acababa su trágico recorrido en la revuelta obrera de Gdansk, tras verse sumido en la represión estaliniana y perder rápidamente la fugaz esperanza suscitada por los acontecimientos de 1956, cuando por unos meses la movilización popular y la llegada al poder de Gomulka abrieron la perspectiva de lo que luego sería llamado "socialismo con rostro humano". Sólo quedaba por conocer quién había de ser el enterrador del cadáver político en que se convirtiera el comunismo polaco de la era Gierek y si la intervención militar soviética vendría o no a interrumpir el sepelio. El autogolpe de Jaruzelski, ahora hace nueve años, hizo esto último innecesario, pero antes las energías de oposición obrera, con el apoyo de la Iglesia, habían cristalizado en el movimiento sindical Solidarnosc. Nada mejor para probar un fracaso histórico: la dictadura del proletariado veía alzarse contra sí, no a una forma cualquiera de reacción burguesa, sino a la propia clase obrera. Wajda filmó entonces una segunda parte de El hombre de mármol con el propósito de exaltar la misión histórica del movimiento solidario. Llevaba por título El hombre de hierro y, más allá de sus virtudes como panfleto político, era una película bastante endeble. Creo recordar que en la escena final, el protagonista, hijo del hombre de mármol, muerto en el primer levantamiento, contraía matrimonio, por la Iglesia, claro está, con la insufrible periodista que investigara la vida de su padre. El padrino de boda no era otro que Lech Walesa.Ahora el hombre de hierro se presenta como favorito en la carrera presidencial de la Polonia poscomunista. La significación de su candidatura es mucho más que personal. Walesa encarna, por una parte, la victoria obrera sobre el régimen anterior, y por otra, un conjunto de valores tradicionales que vuelven a la luz con renovada fuerza tras un paréntesis de medio siglo. Uno de los gadgets electorales de su rival, también solidario, Tadeusz Mazowiecki, consiste en un prendedor donde el mapa de Polonia lleva dentro una señal de tráfico indicativa de prohibición, con un hacha en su interior. Es una referencia a la intención proclamada por Walesa de blandir el hacha para limpiar Polonia de todas las excrecencias que afectan a la nación. Cabe pensar que ello indica, en primer término, eliminar los ex comunistas que aún conservan posiciones en el aparato administrativo. Si Mazowiecki encarna la reconciliación nacional, probada ya en sus meses de gestión y orientada a construir la Polonia del futuro evitando los traumas derivados de un ajuste de cuentas permanente, Walesa opta por eliminar todo rastro del pasado inmediato. No es extraño que su actitud haya alarmado hondamente al Ejército, ya depurado de quienes tomaron parte principal en el golpe de 1981, pero que ahora tiene ante sí la perspectiva de una verdadera caza de brujas. En la campaña se trata de desplegar a los cuatro vientos un populismo conservador, basado en la calidad de líder del sindicalista, pero con unas referencias que se sitúan más allá del movimiento obrero. Hay que recordar el peso en la mentalidad polaca de hoy de la imagen del general Pilsudski, el fundador de la República y hombre fuerte de la misma en nombre del saneamiento nacional a partir del golpe militar de 1926.

Las características de la transición polaca favorecen ese peligro, con la debilidad de unos partidos abrumados por el peso de Solidarnosc, el referente sindical hoy escindido entre los dos candidatos.

El país no ha abordado aún la fase constituyente, y la deriva hacia un paternalismo autoritario; no sería nada anormal de imponerse un Walesa apoyado en una movilización partidaria de seguidores de su figura. Es personalidad de escasos matices: defensor de un Ejecutivo fuerte, nacionalista hasta la médula, con pocas ideas políticas o económicas y mucha carga de energía y emotividad religiosa, desconfiado ante el parlamentarismo y los partidos. No le viene mal que los fantasmas del pasado afloren aquí y allá. Así, la cuestión nacional, apagada en las décadas de Gobierno comunista, despierta reacciones defensivas a partir de la resurrección de la minoría alemana de Silesia, reticencias visibles en cuestiones concretas como la posibilidad de venta de tierra a extranjeros. Incluso despunta el viejo antisemitismo, sorprendente en una sociedad donde la minoría judía cuenta con unas pocas decenas de miles de miembros tras el holocausto y la emigración a Israel. Algunos partidarios de la candidatura Walesa esgrimieron el tema hablando de una posible ascendencia judía de Mazowiecki. Hubo que airear hasta el espectacular entierro del padre del primer ministro, hacia 1938, rodeado de pompa eclesiástica, para disipar tal sombra. Walesa no intervino en el asunto, aun cuando no omitiera reclamar para sí mismo la calidad de polaco puro.

La principal limitación de Mazowiecki consiste en su escasa capacidad para convertirse en líder de masas. Es un intelectual reflexivo y discreto, alejado de la capacidad de comunicación que ha forjado la popularidad de Walesa desde los días de Gdansk. Incluso los aspectos propagandísticos de su campaña anuncian al perdedor: en uno de los carteles electorales más difundidos figura del brazo de su actual adversario. Al día siguiente de su colocación en los muros de Cracovia no quedaba uno sano: los walesianos se habían entretenido en desgarrar, cartel a cartel, la figura de Mazowiecki, manteniendo en cambio la de su líder. Ahora bien, la ejecutoria del hoy primer ministro no es nada despreciable, a pesar de los inevitables costes en el terreno económico, que le han valido las acusaciones del candidato indiano Timinski, mezcla de Ruiz-Mateos y Fujimori. La transición ha sedado la crispación y el dolor que legaran los años finales de dictadura militar-comunista.

El desvanecimiento del partido antes hegemónico tuvo lugar por división y desvanecimiento propios, no como fruto de una persecución, y ello le permite mantener una nada desdeñable base sindical. Aun a costa de un empeoramiento radical en la relación entre precios y salarios, sobre la base de cambiarlo todo, pero sin quebrar de golpe los equilibrios del sistema, la cuestión del abastecimiento ha sido resuelta. Hay de todo en las tiendas y cada día se abre un nuevo comercio en cada esquina, con una clara preferencia hacia las formas de consumo antes más deficitarias, como el vestido. El dinamismo del pequeño capital resulta innegable, y ello propicia que las dificultades del presente se carguen en la cuenta de las deformaciones del pasado. Quedan, eso sí, las grandes cuestiones que pueden echar todo por tierra: el enlace entre privatización y atracción de inversiones o la devolución de los bienes a los antiguos propietarios y la reconversión industrial, con los grandes astilleros y el complejo siderúrgico de Nowa Huta, junto a Cracovia, símbolo un día de las grandiosas realizaciones económicas del comunismo y hoy de su obsolescencia, amén de fuente, entre otras, de una polución atmosférica de tal intensidad que algunas guías aconsejan al turista no permanecer más de 24 horas en Cracovia por el bien de sus vías respiratorias. El Gobierno Mazowiecki tiene en su haber el sentido realista de su política, tanto económica como general. Walesa, las adhesiones que puede ganar un líder carismático en tiempos de incertidumbre. Nada indica que lo razonable vaya a prevalecer.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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