Israel
Durante años he escrito y he dicho que la única base justa para una solución del conflicto entre el pueblo palestino e Israel sería la creación de un Estado palestino junto con la firma de un tratado de paz y el establecimiento de relaciones diplomáticas normales entre Israel y sus vecinos árabes. Dicha paz sería bastante difícil de conseguir incluso si las Naciones Unidas fuesen imparciales en sus declaraciones, considerando que, de hecho, la ONU ha condenado a Israel durante décadas, mientras pasaba por alto la violencia política, mucho mayor en los países árabes. En cuanto a la opinión pública española, a menudo me parece que la prensa y las organizaciones pro derechos humanos hablan como si todo el problema palestino fuese el resultado de una agresión israelí no provocada.En el presente artículo me gustaría intentar corregir el equilibrio y recordar a los lectores hechos que a menudo se olvidan. Ante todo, que la existencia de un Estado israelí y la ausencia de un Estado palestino son los resultados directos de decisiones tomadas por los judíos y los árabes cuando, en 1947, el poder mandatario británico en retirada y la recién creada ONU decidieron que la división de Palestina en Estados separados judío y palestino era la única solución posible a un conflicto tan agudo entonces como lo es hoy.
Los judíos, necesitando desesperadamente tener un Estado, por pequeño que fuera, donde las víctimas del antisemitismo europeo y norteafricano pudieran vivir como ciudadanos de un país libre y democrático, decidieron aceptar la división. Los palestinos y sus aliados árabes la rechazaron, pretextando que ellos se merecían toda Palestina y la recuperarían por la fuerza. Atacaron al nuevo Estado de Israel, fueron derrotados (1947-48) y se negaron a hacer las paces y a reconocer la existencia legal de su nuevo vecino.
La segunda guerra árabe-israelí se produjo en octubre de 1956, cuando Israel, el Reino Unido y Francia unieron sus fuerzas para intentar evitar que el presidente Nasser, de Egipto, nacionalizase el canal de Suez. Estados Unidos y la URSS conjuntamente obligaron a los tres países a desistir. Ésta es la única ocasión en la que uno puede justificadamente hablar de imperialismo, aunque debería recordarse también aquí que todo el mundo árabe, incluido Egipto, había estado técnicamente en guerra con Israel desde 1947 en adelante.
La tercera guerra ásabe-israelí se produjo en junio de 1967. Fue precipitada por tres acciones del presidente Nasser: la exigencia de que las tropas de paz de las Naciones Unidas fueran retiradas de la zona fronteriza entre Egipto e Israel, el anuncio de un bloqueo del único puerto israelí en el mar Rojo y la formación de una alianza militar con Jordania y Siria. Israel atacó antes de que Nasser pudiera completar el bloqueo y destruyó eficazmente las capacidades ofensivas de Egipto y de sus aliados sirios y jordanos. Es en esta guerra de los seis días cuando Israel ocupa la península del Sinaí, los territorios de la orilla occidental y la franja de Gaza.
Militarmente, la ocupación fue pensada para proteger de futuras invasiones motorizadas a un Estado que en algunos puntos tenía una extensión tan pequeña como 50 kilómetros. Políticamente se esperaba que los países árabes estuviesen finalmente ansiosos de hacer las paces a cambio de la recuperación de estos territorios evidentemente valiosos. Quienes llaman a esto una guerra de agresión israelí se olvidan constantemente de mencionar las acciones previas de Nasser, claramente beligerantes.
La cuarta guerra se produjo en 1973, cuando Egipto se sintió lo suficientemente fuerte como para vengar la humillante derrota de 1967. Sus fuerzas lograron inicialmente penetrar en el Sinaí, pero más tarde fueron detenidas por un Israel alarmado y atento. Esta lucha, entonces en condiciones de mayor igualdad, llevó a un largo proceso de negociación, al final del cual, en 1979, Israel cedió territorio (la península ocupada del Sinaí) por su primer, y hasta ahora único, tratado de paz con un vecino árabe.
Mientras tanto, los palestinos eran las víctimas, no sólo de la ocupación israelí, sino también de los Gobiernos dictatoriales de Jordania y Siria y de las distintas guerrillas y facciones terroristas de Líbano. La represión de la OLP por el moderado rey Hussein de Jordania durante el septiembre negro de 1970 acabó con cientos de vidas y exilió a los palestinos políticamente activos de Jordania a Líbano. Durante los años ochenta, el Ejército sirio y los jefes militares libaneses aniquilaron a muchos más palestinos de los que han muerto en la Intifada. Y la misma OLP, como sus enemigos árabes, ha utilizado el terrorismo, no sólo contra Israel, sino contra viajeros aéreos internacionales, contra otros palestinos que muestran buena disposición a negociar con Israel y contra turistas judíos de cualquier nacionalidad, donde quiera que se encuentren.
La constante amenaza del terrorismo y la naturaleza de los Gobiernos circundantes han tenido efectos muy indeseables sobre Israel, que, recuérdese, es el único país de Oriente Próximo que tiene una prensa libre y está gobernado por un Parlamento surgido de unas elecciones. Pero dentro mismo de Israel, después de cuatro décadas de total rechazo por parte de los Estados árabes, el Mossad y las Fuerzas Armadas se han hecho inevitablemente mucho más grandes y poderosos de lo que lo serían si Israel estuviese en paz con vecinos no terroristas. Y así se hace posible el espantoso tiroteo de 17 manifestantes palestinos, lo que ha motivado la última resolución de condena de las Naciones Unidas contra Israel por la violación de los derechos humanos de los palestinos. Pero no se dan tales resoluciones respecto a los derechos humanos de cualquiera de los miles de víctimas de dictadores y terroristas en los países árabes. Siria, ahora que se ha convertido en un aliado en la coalición antiiraquí, ha matado recientemente a sus enemigos de Líbano, con el acompañamiento del silencio gubernamental internacional.
Si uno desea comprender no sólo por qué el Gobierno de Shamir, sino la mayoría de la opinión pública israelí, no puede posiblemente aceptar un Estado palestino en las actuales condiciones, tiene que pensar en la situación física de Israel con relación a sus vecinos. Dejen aparte por el momento las llamadas a la guerra santa de Sadam Husein. Al Oeste, Israel está en paz con Egipto. Al Este se halla Jordania, cuyo régimen está asustado de su propia gran población palestina, y cuyo rey se unió a Nasser en la malhadada guerra de 1967, que se proponía aniquilar a Israel. Al Noreste está Siria, constante terreno de entrenamiento de terroristas y cuyo Ejército, en 1982, mató nadie sabe cuántos compatriotas sirios en la rebelde ciudad de Hama. Al Norte está Líbano, martirizado durante los últimos 15 años por facciones rivales musulmanas y cristianas, zona de estacionamiento del terrorismo de la OLP durante muchos años y ahora a punto de caer bajo el dominio total de la dictadura de Siria.
En estas circunstancias es dificil que Israel pueda aceptar a las Naciones Unidas como árbitro imparcial. Otra razón, seguramente, para la inflexibilidad israelí contra la creación ahora de un Estado palestino es que ese Estado, inevitablemente, padecería la suerte de Líbano. Como víctima de las rivalidades interárabes sería literalmente incapaz de garantizar sus propias relaciones pacíficas con Israel.
Personalmente sigo convencido de que un Estado palestino es parte indispensable de cualquier futura solución justa. Pero la opinión pública mundial, especialmente en los países democráticos, debería ver que Israel necesita un tratado de paz con sus vecinos, garantizado internacionalmente. Y necesita garantías internacionales de que si cede territorio por la paz con un Estado palestino, ese Estado no debe ser la marioneta de terroristas no criticados cuyos Gobiernos votan en las Naciones Unidas.
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