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EE UU nunca entendió nada

Desde hace más de 40 años, los norteamericanos repiten sin cesar los mismos errores en el Tercer Mundo. No está claro que la crisis del Golfo se escape de la serie de desastres e inconsecuencias.Hace 40 años que la política exterior norteamericana subestima las actitudes provocadoras de sus enemigos en el Tercer Mundo. La lectura norteamericana de los acontecimientos que tienen lugar desde el Lejano Oriente hasta el Caribe resulta gravemente errónea, y Washington sigue lanzándose a aventuras militares costosas y generalmente vanas.

Actualmente, un presidente parece encontrarse de nuevo en una situación igualmente delicada en el golfo Pérsico. Sin duda, la Administración de Bush ha infravalorado a Sadam Husein y a su determinación de apoderarse de Kuwait, a pesar de las señales de alerta numerosas e inquietantes venidas de todas partes, incluidas las centrales de información. Desde la invasión de Kuwait, la Administración de Bush ha optado rápidamente por una presencia militar en el Golfo para oponerse -un poco tarde, sin duda- al arsenal militar ultramoderno de Husein, a su Armada y a sus ambiciones regionales.

Sin embargo, Estados Unidos sigue subestimando a este adversario, convencido de que su superioridad militar aérea y el empleo de contingentes terrestres bien entrenados y bien equipados pueden bastar para derribarlo.

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La imposibilidad histórica de Estados Unidos para entender al Tercer Mundo tiene sus raíces en la firme creencia de que las sociedades en vías de desarrollo son incapaces de desafiar al formidable poder militar y tecnológico norteamericano. Otro error consiste en pensar que las poblaciones locales no siguen jamás a sus líderes por el camino de la provocación. Esta idea procede de la ingenua hipótesis de que el Tercer Mundo comparte nuestros valores ideológicos y políticos (omitiendo, de paso, que las élites norteamericanas están lejos de compartirlos plenamente), y que, por tanto, rechazaría una política de desafío en el caso de que se presentara. Este error es fruto de la ignorancia de los responsables norteamericanos, poco enterados de las diferencias en la organización de la sociedad entre Estados Unidos y el Tercer Mundo y de la reacción diferente de la calle en los países devastados por una pobreza endémica. Y, sin embargo, no escasean estudios -a veces excelentes- sobre el foso cultural. El Departamento de Estado y la Casa Blanca cuentan con suficientes talentos universitarios especialistas en el Tercer Mundo. La CIA es también un vivero de analistas de primera, pero no se les hace ningún caso.

De hecho, en todos los conflictos que ha tenido que resolver Estados Unidos, los dictadores del Tercer Mundo, ya sean de derechas o de izquierdas, han sabido manipular a las masas populares, dispuestas a enardecerse ante la más mínima consigna antiimperialista.

Para Estados Unidos, la primera confrontación seria con los desafíos del Tercer Mundo se remonta a principios de los años cincuenta, ya en el golfo Pérsico, cuando, en 1951, Mohamed Mosadeg, primer ministro iraní, nacionaliza la mayor parte de las compañías petrolíferas británicas. Obliga así al sha a huir de su país (es al menos lo que creímos, porque, de hecho, el sha había huido dentro del marco de un compló organizado por la CIA y el Reino Unido). Responsables militares iraníes, que eran parte interesada en la conspiración, no tardaron en derrocar a Mosadeg y en restaurar al emperador en su trono. Era una victoria clarísima de los opositores occidentales al nacionalismo naciente en Oriente Próximo. Esta victoria, Estados Unidos y Occidente la pagaron 25 años más tarde, cuando la revolución jomeinista eliminó definitivamente al sha. La política y el equilibrio de poderes en el Golfo se alteraron de forma duradera.

Envalentonados por el éxito de la Operación Mosadeg, Estados Unidos consiguió en 1954 que la CIA organizase un ejército rebelde para derrocar al presidente guatemalteco Jacobo Arbez Guzmán, responsable de las nacionalizaciones de plantaciones bananeras norteamericanas. Entonces nadie entendió que este conflicto sería fuente de inspiración para dos hermanos cubanos revolucionarios llamados Castro y para un exiliado argentino, Ernesto Guevara. En Washington nadie sospechaba entonces su existencia.

Es cierto que Eisenhower da pruebas de sentido común en 1956, cuando obliga al Reino Unido, Francia e Israel a detener la expedición que habían emprendido contra el coronel Nasser, que había nacionalizado el canal de Suez. Sin embargo, al mismo tiempo, su Administración, inconsciente del resentimiento creciente del pueblo cubano para con el déspota y su aliado norteamericano, conserva lazos estrechos y cordiales con el dictador militar de extrema derecha Batista, en Cuba. Cuando Castro, unos años más tarde, nacionaliza los bienes norteamericanos y acerca Cuba al campo soviético, la Administración de Eisenhower requiere a la CIA para que repita la proeza que permitió eliminar a Arbenz en Guatemala.

Fortalecido por el apoyo de Kennedy, un ejército de exiliados cubanos pagados por la CIA inicia la invasión de la bahía de Cochinos en abril de 1961. El error trágico de Kennedy y de sus consejeros fue suponer que gran parte de Cuba se levantaría contra Castro. Como no ocurrió nada de eso, el desastre de la bahía de Cochinos da paso, un año más tarde, a la llamada crisis de los misiles (la instalación de armas nucleares soviéticas en Cuba, que estuvo a punto de desencadenar una guerra atómica entre la URSS y Estados Unidos), y las lecciones del Tercer Mundo siguen sin asimilar.

Ese mismo año, Kennedy empieza a aumentar la presencia militar norteamericana en Vietnam, creyendo que esto detendrá a los comunistas del Norte en su conquista del Sur -los mismos comunistas que habían puesto de rodillas al Ejército francés ocho años antes-. Bajo tres Administraciones diferentes, Estados Unidos se seguirá aferrando a la idea de que su superioridad aérea y un despliegue masivo de las fuerzas terrestres son suficientes para quebrar a Vietnam del Norte, una nación atrasada que se suponía desprovista de aviación y de infraestructura militar moderna. También en este caso los norteamericanos subestimaron el nacionalismo tercermundista.

Durante los años ochenta, con Reagan, Estados Unidos tampoco demostró más sentido común en sus relaciones con el Tercer Mundo. Una desafortunada intervención militar en Líbano condujo a la muerte a centenares de marines, consecuencia desagradable de la subestimación de la determinación de desembarazarse de los norteamericanos de las facciones revolucionarias libanesas. En 1989, la Administración de Bush hace su primera experiencia con la obstinación del Tercer Mundo, cuando se propone derrocar al dictador de Panamá, Noriega, ex agente de la CIA, culpable de traficar con drogas. Si Noriega había conseguido sobrevivir a Reagan, Bush estaba muy decidido a pasar a los hechos. Ahora Noriega se pudre en una prisión en Florida, esperando su proceso, pero más de nueve meses después de la intervención, la cocaína sigue transitando por Panamá y la economía local está devastada. Una vez más, el empleo de una fuerza de intervención militar no ha conseguido resolver una situación, propia del Tercer Mundo, que Washington considera intolerable.

Estados Unidos debería empezar por fin a comprender los mecanismos del Tercer Mundo y a examinar de nuevo los postulados que subyacen bajo el conjunto de las acciones norteamericanas. De este modo se podría evitar un nuevo desastre en el golfo Pérsico.

Tad Szulc es periodista. Copyright L. A. Times Traducción: Alicia Martorell.

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