Kohl salió con la suya
Helmut Kohl ha conseguido lo que quería: ya es el primer canciller de la Alemania unificada. Posiblemente ni él mismo sabría decir en qué momento exacto se subió a la ola, pero lo más probable es que fuera en Dresde, poco antes de la pasada Navidad, cuando fue recibido oficialmente por el recién estrenado primer ministro de la República Democrática Alemana, Hans Modrow, el hombre que había sido calificado por todos como "la gran esperanza".Hacía poco más de un mes que se había abierto el muro de Berlín y ya Kohl había presentado en Bonn un proyecto a largo plazo de confederación entre los dos Estados alemanes que, en un primer momento, despertó la ira y las sospechas de sus aliados europeos y que revisado ahora parece de lo más tímido.
Kohl llegó a Dresde cuando en las manifestaciones de cada lunes en Leipzig, las que realmente provocaron la caída del régimen neoestalinista liderado por Erich Honecker y su sucesor, Egon Kreriz, la consigna "somos el pueblo" había empezado a ser sustituida por la de "somos un pueblo". En el aeropuerto, varios miles de personas esperaban al canciller, que fue vitoreado en su camino hacia la ciudad y que se encontró, frente al hotel donde se celebraba la cumbre interalemana, con otro numeroso grupo de sajones que coreaba sin parar su nombre de pila.
Pero fue por la tarde, tras la jornada de trabajo, cuando se produjo el delirio. Tras la conferencia de prensa, y desoyendo las súplicas de Modrow, Kohl decidió salir por la parte de atrás del Palacio de Congresos y, ante el pánico del servicio de seguridad, sumergirse entre las cerca de 50.000 personas que esperaban sus palabras en torno a las ruinas de la Frauenkirche. En aquel decorado wagneriano,sobre una montaña de cascotes que seguían en el mismo sitio donde cayeron tras él terrible bombardeo de la RAF de 1945, mientras un sol rojo se ponía a sus espaldas, Kohl tuvo su primer baño de multitudes después de que a lo largo de siete años en el poder hubiera sido apreciado, pero no querido por quienes le votaban.
"No está en la agenda"
Dos días después, el presidente François Mitterrand visitaba Berlín Oriental tras una trifulca diplomática con Bonn. "La unidad alemana no está en la agenda", proclamaba el presidente francés.
Todavía no había abandonado Berlín cuando Kohl y Modrow abrían el paso bajo la puerta de Brandeburgo ante el delirio total de los berlineses y aquellas navidades pasaban a la historia de Alemania como unas de las más felices del siglo. A partir de ahí Kohl ya no tuvo ninguna duda. Cortó los suministros al precario Gobierno de Modrow e incluso difundió a los cuatro vientos toda clase de rumores sobre la bancarrota de la RDA, contribuyendo así a que acabara siendo realidad. Provocó un adelanto de las elecciones y se lanzó a la campaña con todas sus fuerzas, derrotando sin paliativos y contra todo pronóstico a los socialdemócratas.
Una vez controlado el Gobierno de Berlín Oriental a través de Lothar de Maiziere, el pequeño abogado músico que entendió cuál debía ser su papel, Kohl siguió apretando las clavijas hasta doblegar al mismísimo Bundesbank y forzar la introducción del marco en la ya depauperada economía oriental.
En el campo internacional, su presencia ha adquirido envergadura de gigante. Sus visitas a Moscú cada vez que el Kremlin levantaba alguna barrera a la unidad alemana pasarán a la historia. La última, en el Cáucaso, de la que se llevó la definitiva recuperación de la soberanía, marcará la geopolítica del futuro en los próximos decenios. Este renano de 60 años se ha convertido no sólo en el primer canciller de la Alemania unificada, sino también en uno de los políticos clave del siglo.
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