Donde no se nos ha perdido nada
El profesor Josep Maria Colomer inicia su libro La manipulación política con esta frase: "Si es verdad que el infierno está empedrado de buenas intenciones, el cielo debe estar asfaltado de malos deseos y bajas pasiones". Creo que la sentencia cuadra con la postura de aquellas opiniones que, a la vista del conflicto del golfo Pérsico y ante la posición del Gobierno de nuestro país, han figurado un repóquer no sé si de "buenas intenciones" o de "bajas pasiones. Éste repóquer consiste en rechazar el alineamiento con Estados Unidos por considerarlo el enemigo tradicional de catecismo progresista de los setenta; en hacer apología de un pacifismo que sitúa a la paz en las antípodas de donde pueda haber un arma, y la península Arábiga no es precisamente un campo de golf, en disculpar la invasión de Kuwait recordando la anexión de Cisjordania, Gaza y el Golán por Israel; en plantear el conflicto como resultado de una política energética basada en el petróleo y auspiciada por las grandes compañías multinacionales, y en reducir el problema a una confrontación Norte-Sur, con unos países desarrollados que se niegan a perder su cuota de bienestar a costa del Tercer Mundo.Y como común denominador a esta exposición, estas voces cargadas de agresividad advierten que el papel de seguidismo de España, enviando una fragata y dos corbetas, en las que viajan incluso soldados de reemplazo, es poco menos que insostenible.
Rebatir cada uno de estos argumentos daría pie a varios artículos, pero no caeré en la misma simpleza argumental. Personalmente, pienso que el fin de la guerra fría, esa que apenas hace unos días cerraba su última página al cruzar el primer ministro de Corea del Norte, Yong Hyong Muk, la frontera de Corea del Sur, acompañado por el ministro surcoreano para la Unificación, más el consenso de Estados Unidos, Unión Soviética y la solidaria postura de Europa ha variado incluso el rompecabezas geopolítico hasta el extremo que para analizar cualquier conflicto ya no vale solamente la plantilla tradicional, según la cual el mundo pivotaba a partir de Washington y Moscú, exigiendo la introducción de más factores en el análisis político. Claramente se está conformando un nuevo orden internacional.
Karl Popper ha llegado a decir que "los intelectuales parecen haberse conjurado para contarnos lo malo que es el mundo en que vivimos..., pero en ninguna otra época se ha puesto tanto empeño como en la nuestra para hacer que las leyes sean más justas y humanas".
Irak se ha caracterizado desde el ascenso al poder del régimen baazista por imponer el imperio del terror, ya no contra enemigos exteriores, como fuera Irán, sino contra los disidentes de la política de Sadam Husein, con centenares de desaparecidos y ejecutados por razones ideológicas y un genocidio casi consumado de la minoría kurda asentada en su propio territorio.
Justificar la política de Sadam Husein a partir de estos antecedentes y la invasión criminal de Kuwait en aras de un nacionalismo árabe, que no reconoce la democracia ni el pluralismo, es de notoria simpleza; sacar a colación a Israel, sempiterno chivo expiatorio, mientras se secuestra a miles de occidentales es un atentado a las más elementales normas del derecho. A pesar de tales antecedentes, pienso, pues, que hay que dar un margen a la razón en la solución de tan espinoso conflicto, a la vista de la unanimidad de la comunidad internacional y de la gran actividad diplomática desplegada.
Pero me gustaría incidir en la idea que he llevado al título de este artículo y que me ha empujado a escribirlo: el papel de España. La crisis del Golfo afectará negativamente a nuestro país, pues reducirá su crecimiento al 2,5%, situará la inflación en el 7%, aumentará el déficit comercial por cuenta corriente en el 3,5% del PIB. La española es una economía demasiado dependiente del petróleo (54%), por lo que no puede ser ajena a lo que en el Golfo pasa. ¿Qué habría sucedido si España se hubiera inhibido en aras a un peligroso neutralismo?
Por encima de todo, España habría entroncado con la política exterior más rancia del inmediato pasado, basada casi siempre en el aislamiento provocado por la derrota de los que eran socios naturales del régimen en la Il Guerra Mundial y que a partir del acuerdo defensivo de 1953 intentó cimentarse en "los tradicionales lazos de amistad con Iberoamérica y los países árabes". Algo que no se sabía demasiado bien qué quería decir hasta que se visitaba una embajada española en estos países y se escuchaban las quejas desesperadas del diplomático de turno. Una política que incrementó incomprensiones en la América de habla hispana y que, a pesar de la amistad árabe, no pudo atajar una marcha verde sobre el Sáhara. Si la decisión de España hubiera sido otra, desengáñense los lectores que los ríos de tinta también habrían corrido en abundancia para criticar nuestra falta de coherencia internacional y de responsable oportunidad histórica.
La democracia supuso para España el retorno a Europa. Tanto los Gobiernos de la UCD como los del PSOE apostaron por el proyecto común europeo, solicitando el ingreso en la OTAN, la CE y la UEO. Reconozcamos que el triunfo del partido socialista, lejos de suponer ambigüedades, supuso un reforzamiento de esta línea, incluso a costa de tener que dinamitar tentaciones tercermundistas, algunas de las cuales tuvieron que ser tachadas del propio programa político. Y así, el referéndum de la OTAN tuvo en el Gobierno el mejor aliado del sí, al tiempo que España empezaba a jugar un papel destacado en la Europa de 1986. Cuatro años más tarde, España se ha alineado con Europa y ha enviado una fragata y dos corbetas al golfo Pérsico. Una decisión tomada desde la independencia y desde la solidaridad. Pero sobre todo, desde la europeidad.
¿Se imagina alguien la credibilidad de un Estado europeo, miembro de todos sus organismos supranacionales, marginándose de una decisión de este tipo, en la que los 12 miembros adoptan una postura común?
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¿Acaso España, cuyo crecimiento y bienestar viene tan condicionado por el precio del barril, puede considerar el acto bárbaro y brutal de la invasión por las armas de Kuwait, país que hoy ostenta el 20% de las reservas mundiales, como algo ajeno? ¿Los miles de ciudadanos retenidos como rehenes, entre los que hay un puñado de españoles, deben ser abandonados a su suerte por un Gobierno europeo? ¿Es que las decisiones que pueden tomarse para solucionar el conflicto son algo de lo que podemos prescindir como pueblo y por ello es posible vivir al margen?
Tengamos en cuenta además la razón del deber y la coherencia que nuestras tradicionales relaciones con el mundo árabe nos obligan. La causa árabe no es, aunque la guerra psicológica lo fomente, la causa de un sangriento visionario, que desde su diabólica estrategia pretende ser el salvador del mundo árabe.
Los que piensan que en el Golfo no se nos ha perdido nada son los que se han dado cuenta de que allí podemos perderlo todo. Quienes pensamos en que todavía queda la posibilidad de una solución negociada, creemos que es bueno que el mundo bipolar tenga su nueva formulación con una Europa fuerte y solidaria, que trabaje para la resolución de los problemas del mundo y colabore en la salida del subdesarrollo de países terceros, ampliando el bienestar a modo de mancha de aceite. Somos miembros de una nueva realidad europea, y es importante que lo tengamos presente en el curso inmediato de la historia.
Afirmar nuestra identidad europea, tan afanosamente deseada y al fin tan justamente lograda, significa solidaridad y democracia, aún más necesaria cuando nuestros intereses reales nos obligan a defender no sólo los principios básicos de la convivencia internacional, sino a defendemos de las repercusiones que tan gravemente afectarán a nuestras estructuras económicas, a nuestras realidades sociales y a nuestro prestigio y credibilidad internacionales.
El problema del Golfo no debe ser para nosotros ni distante ni distinto; debemos asumirlo como propio en la cuota de responsabilidad que nos corresponde.
Si cada ciudadano de un país serio y afectado pretendiera que su Gobierno se inhibiera frente a la invasión y anexión de Kuwait, por considerarlo ajeno y arriesgado, estaría labrando su catástrofe y aceptando su descalificación.
En este caso, la Europa de los Doce debe asumir su responsabilidad histórica y confirmar aún más su capacidad de decisión sin dejar que Estados Unidos y la Unión Soviética sean los únicos guardianes de nuestra libertad democrática, de nuestra convivencia internacional o de la administración del orden económico internacional, cuya enorme fragilidad acaba de demostrarse.
En política se puede y se debe discrepar, pero, cuando se toman decisiones como las que el Gobierno ha tomado, deben respaldarse por unanimidad nacional, que no significa hacer dejación de los programas políticos que cada partido en democracia defienda, ni tampoco calificar de seguidismo de la política norteamericana la acción estadounidense, cuando en este caso Estados Unidos asume la mayor cuota de responsabilidad en todos los sentidos.
Una realidad democrática en donde, volviendo a citar a Popper, se puede decir que "vivimos hoy en un mundo mejor y más justo que los que nos han precedido". Por eso pienso que, más allá del mesianismo del líder iraquí, se impondrá la razón mediante el diálogo. Como ha escrito Hannah Arendt: "Todo lo que no puede llegar a ser objeto de diálogo puede muy bien ser sublime, horrible o misterioso, incluso encontrar voz humana a través de la cual resonar en el mundo, pero no es verdaderamente humano. Humanicemos lo que pasa en el mundo al hablar y, con este hablar, aprendamos a ser humanos".
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