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Autoviacrucis

Recuerden la escena. "¿Es un consejo o una amenaza?", preguntaba el asustado parroquiano del saloon al pistolero de turno tras uno de sus fieros desplantes. Y el matón, que componía de nuevo su mueca y, displicente, acababa mascullando: "Tómalo como quieras". Naturalmente, el parroquiano sabía cómo tomárselo, y se aprestaba a su defensa.Secuencias como ésta, pero sin la menor sombra de ficción, se suceden en mi tierra con una frecuencia digna del salvaje Oeste. La penúltima vez, cuando el portavoz de la coordinadora Lurraldea -contraria al trazado previsto para la autovía entre Navarra y Guipúzcoa- pronunció ante la Prensa: "ETA tiene capacidad de paralizar la autovía". Y, por si flaqueara la memoria, tuvo a bien recordar el precedente de Lemóniz, donde las armas dejaron a ocho seres humanos paralizados para siempre. Y la última, ayer mismo, el día en que ETA acepta encantada la invitación, y convoca a un diálogo entre las partes (ya se sabe, el pueblo inmaculado y las perversas instituciones) a fin de "evitar una evolución dolorosa para todos de este enfrentamiento".

La coordinadora y Herri Batasuna vienen, a pedir que sea una comisión conjunta de expertos la que dictamine sobre las respectivas virtudes del proyecto oficial y el alternativo. Nada que objetar a tan platónica solicitud, si no fuera que el pueblo -quien atesora la verdad de verdad- no acostumbra a ser menos receloso ante los técnicos que ante los políticos. El caso es que el resto de los grupos parlamentarios, incluidos los demás abertzales, rechazaron por unanimidad aquella propuesta. Probablemente fue un error. Por la misma regla de tres, ahora podríamos confiar el problema de la soberanía de Euskadi a un consejo de constitucionalistas, y dejar la cuestión de la violencia en manos de los profesores de ética. En fin, puestos a ello, no descansaríamos hasta entronizar en Ajuriaenea al filósofo-lendakari. A la anterior condición, ETA añade la de celebrar un referéndum sobre la autovía. Siempre es un alivio que, quien se dedica a cortar cabezas, por esta vez prefiera sólo contarlas. Pues, aun con sus muchas limitaciones, recurrir más a menudo a la consuIta directa de los ciudadanos resulta una excelente costumbre. Lástima que una organización armada, que desde hace lustros desprecia el clamor que exige su desaparición, no sea la voz más autorizada para demandarla.

Soplan vientos de crisis para la democracia representativa, y todo teórico que se precie animará a corregirla mediante fórmulas más participativas. Santo y bueno. Lo malo viene luego, a la hora de separar el grano de la paja. Nada asegura que cualquier iniciativa o movimiento ciudadano, salvo porque así hayan decidido proclamarlo, sean por sí mismos encarnaciones de una voluntad popular atropellada. Más bien, ocurre a veces que actúan tan corporativamente como un colegio profesional. Ni la bondad de sus objetivos ni el acierto de sus denuncias están, pues, garantizados de antemano. Y es que ese pueblo presunto está fraccionado en múltiples sujetos, y cada uno de ellos puede ser tan egoísta como una inmobiliaria, y decir más tonterías que un diputado. Hay ocasiones, en definitiva, en que ciertos movimientos ciudadanos logran hacer sumamente venerables las muy deficientes instituciones representativas.

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Vengamos al caso, y aceptemos que alrededor de nuestra autovía, como no podía ser menos, se mueven fortísimos intereses del capital; seguramente los mismos aniden entre sus oponentes, sólo que más aldeanos. Pero supongamos también la presencia de sopesadas razones éticas que obligan a los discrepantes a repudiar la decisión adoptada. Admitamos incluso (contra toda prueba a la vista) que su proyecto fuera el más correcto. Pues bien, una tal conciencia moral y tan manifiesta superioridad técnica deberían desembocar tal vez en la desobediencia civil. Pero nunca, Dios bendito, en la suplantación violenta de la mayoría por la minoría. Cuando aquí se anuncia el recurso a la fuerza como argumento, entonces ya no estamos ante una obra pública más o menos ecológica; estamos ante una teología de la liberación nacional, que hoy se vale de una obra pública y de la ecología como pretextos. Una iniciativa "en defensa de la tierra" (pues eso significa Lurraldea) que acosa a quienes la habitan y apela a sus guardias, más que civil es una coordinadora infantil. Hace como esos niños que, cuando pierden y se enfurruñan, sólo aciertan a invocar la venganza de sus mayores. ¿O

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Aurelio Arteta es profesor de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco.

Autoviacrucis

Viene de la página anterioracaso hace tanto tiempo que el siniestro aullido "ETA, ven y mátalos" resonaba en nuestras calles?

"ETA tiene capacidad de paralizar la autovía..." Y yo también, y tú, lector, a poco que nos lo propongamos. A ver quién iba a impedirnos acertar en el primer golpe. Ésa es la enorme ventaja de la violencia particular: que es secreta e imprevisible, que siempre pilla a su víctima desarmada o, al menos, desprevenida. Desde el principio de los tiempos, nadie ha negado al hombre su poder de matar; sólo que la historia se va haciendo penosamente humana a fuerza de privarle de autoridad para ejercerlo. Si de ese mero poder se tratara, habría hoy que asignar a cada individuo -para librarlo de matar o ser muerto- un policía y un psiquiatra. Pero, puesto que todos somos criminales en potencia, bien pronto esa idílica sociedad de tres tercios (uno de vigilados y dos de vigilantes) se revelaría también insegura. Harían falta asimismo otros policías para vigilar a los primeros, y nuevos psiquiatras que cuidasen del equilibrio mental de sus colegas, así como psiquiatras dedicados al análisis de los policías y policías que velasen por la protección de los psiquiatras... El lógico lo llamará processus in infinitum, pero todavía hay aquí gente sana dispuesta a emprenderlo.

Sea, pues, lo precario de la convivencia civil la primera lección impartida por los violentos. No es la única. Por su propia índole, la violencia tiende una trampa a quien la contempla. Al forzar a la atención pública a concentrarse en los medios, suele dispensarle del debido examen de los fines. Así es como causas por sí mismas justas provocan sin más su rechazo por servirse de medios ilícitos. No se repara igual en el fenómeno contrario: que la violencia sangrienta, precisamente por su desmesura, puede dignificar psicológicamente objetivos indeseables. Si alguien es capaz de llegar a tanto -medita el bienpensante-, será que sus fines deben ser irrenunciables o gozar de amplio respaldo social. Claro está que el bienpensante suele equivocarse, pero su sola fatiga ante el repetido espectáculo de la desolación le invita a convenir en parte con el agresor... Reconózcase, en fin, la relativa impotencia del Estado para derrotar a los levantiscos. Su violencia legítima, máxime si quiere seguir siendo tal, nunca podrá neutralizar del todo a quien se atreve a disputarle ese monopolio. Pero justamente ahí, en esa misma debilidad de la comunidad política, radica a la vez su grandeza y nuestra confianza (ya que no seguridad) como ciudadanos. Y ésta es la enseñanza final de los violentos.

Que el Estado tiende a imitar los salvajes procedimientos del que se le enfrenta, es algo que entre nosotros cuenta por desgracia con ejemplos cercanos. Nada hay, sin embargo, políticamente menos rentable para quien detenta la exclusiva de la fuerza. Además de no lograr la aniquilación del adversario, traspasa jirones de su quebrantada legitimidad hacia la causa que tan brutalmente persigue. Así y todo, alguna entraña moral se le supone al Leviatán cuando ciertas iniquidades de sus servidores aún pueden suscitar escándalo.

No sucede lo mismo con la conducta terrorista, que es siempre la esperada. A nuestro terrorista, como a todo autócrata, le basta con explicarse ante Jaungoikoa y ante la historia. Su cuadrilla está ya presta a jalearle, pues a ello le empujan tanto su propia exaltación grupal como el temor a incurrir en las iras de sus héroes. El Estado, en cambio, debe en principio responder ante todos. Por mucha que sea la lealtad de masas que le sustente, nunca las tiene todas consigo. Para el terrorista y sus secuaces, la violencia ilegal se convierte en legítima por el simple hecho de ser eficaz. A los ojos del ciudadano consciente, la violencia del Estado sólo será legítima si, junto a ser legal, se somete a criterios morales universales.

... Pero es de temer que, quien tiene ya el dedo en el gatillo, no esté para pláticas pacificadoras. Así que la autovía ha resultado viacrucis. En sus primeras estaciones ya hemos palpado el miedo; de las siguientes, sólo se atisba el horror.

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