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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Más que una amenaza

EL PRESIDENTE iraquí, Sadam Husein, tiene la ominosa costumbre de tomarse en serio sus propias amenazas. Así ocurrió en 1980, cuando las advertencias a Irán de que cesara en su hostigamiento contra Bagdad se transformaron en invasión del país vecino y en una guerra de nueve años, y ayer, cuando las tropas iraquíes, en violación de todas las normas imaginables, ocuparon el emirato de Kuwait, palacio real incluido. Dos conclusiones fundamentales pueden extraerse del abrupto movimiento militar iraquí.La primera es la de que el Gobierno baazista de Irak jamás ha aceptado la existencia independiente de Kuwait, cuyo territorio reclama como parte de sus fronteras meridionales; la segunda, que las heridas, al menos psicológicas, de la guerra con Irán se consideran ya en Bagdad como cerradas y el país árabe se cree hoy en condiciones de reanudar una política de hegemonía en la zona. Para ello cuenta con el ejército más poderoso del Oriente Próximo, con tropas entrenadas cuya mera existencia parece que pide un surtido periódico de conflictos que le sirva de justificación.

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La intervención militar tiene, de otro lado, su base inmediata en una exigencia iraquí de delimitación fronteriza y en la extracción de petróleo por parte kuwaití en ese territorio en disputa. A ello se suma el incumplimienito por Kuwait de las cuotas de producción de crudo en eventual perjuicio del precio del petróleo y de la parte iraquí en el mercado. Todo ello, sin embargo, no debe difuminar las cuestiones de fondo. Sobre las cuotas de producción se había llegado a un principio de acuerdo, así como sobre el pago de una compensación económica a Bagdad. La cesión del territorio reivindicado por Irak, rico en yacimientos de crudo, en cambio, era naturalmente resistida por Kuwait no sólo por su valor económico, sino porque ponía en tela de juicio la propia existencia del emirato.

Las tropas iraquíes no podrán permanecer indefinidamente en el país vecino, pero aunque una gestión internacional logre la retirada de las mismas, está clara la negativa de Bagdad a contentarse con cualquier cosa menos que un virtual protectorado sobre Kuwait. Al mismo tiempo, el gesto de Sadam advierte al mundo que Bagdad reanuda su cabalgada militar para imponer una ley puramente militar sobre el mundo árabe al este de Suez. Por ello, los ecos de la invasión han de resonar especialmente ominosos en Arabia Saudí, el mayor poder económico del Oriente Próximo, y en Siria, el régimen baazista de los hermanos enemigos de Bagdad. Si el intento de dominación iraquí sobre la zona comenzó con la fracasada invasión de Irán, musulmán pero no árabe, la utilización de la baza militar se ejerce ahora contra otro país árabe, lo que prueba hasta dónde el presidente iraquí está dispuesto a llegar para obtener algo más que la simple hegemonía sobre el Golfo.

Finalmente, la invasión supone una grave derrota para el presidente egipcio, Hosni Mubarak, y una preocupación muy directa para Estados Unidos. La creciente dependencia norteamericana con respecto al suministro de crudo del golfo Pérsico y las estrechas relaciones de Washington con Kuwait plantean la posibilidad de una extensión del conflicto, siquiera sea por agentes interpuestos. No olvidemos que Israel destruyó en 1980 el reactor nuclear iraquí de Tanmuz. Por lo que respecta a Egipto, Mubarak era quien había llevado a kuwaitíes e iraquíes a la mesa de negociación. Israel utilizará, por su parte, la acción iraquí para subrayar futuras amenazas sobre Jerusalén. Y todo ello favorece el juego de los ultras israelíes, alejando aún más cualquier posibilidad de acercamiento palestino-judío. Por esa razón, nada que no sea una inmediata retirada iraquí sin condiciones, que permita la reanudación de los contactos, reparará el daño que Bagdad ha causado al mundo árabe.

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