El frenesí de Dámaso Alonso
Volábamos de Dakar a Buenos Aires en el avión que conducía a la Reina para inaugurar, en la ciudad del Plata, el monumento al Quijote. De pronto, Dámaso sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño libro. Escribió algo en él, y me lo regaló. Era la primera edición de Hijos de la ira.Hablamos de los poemas. De su dramático agobio. De la angustia feroz que reflejaban. Dámaso ya había superado ciertas líneas de hombre con múltiples y hondos saberes universales. Ya no era el "pedante argumentista contra ti, mi gran Dios verdadero". Pero seguía siendo el Dámaso frenético del poema Monstruos.
Conocí bastante bien a nuestro poeta. Demoradas horas de charla confirmaron nuestra amistad y nuestro sincero trato. Y creo que siempre estuve en condiciones de adivinar algo, de atisbar lo que acontecía en los hondones más recónditos de su corazón. Dámaso poseía un enorme talento, cosa bien sabida. Pero le dominaba una muy perturbadora y exquisita sensibilidad que trataba de disimular y neutralizar a favor de enérgicas intemperancias, a favor de alegres e irónicas valoraciones de arbitraria apariencia pero que, andando el tiempo, se nos aparecían a los demás como aciertos en el diagnóstico de determinados escritores y de determinados problemas estéticos y filosóficos.Frenético Dámaso. Mas, con todo, detrás del frenesí hay siempre otra cosa. Generalmente, una radical inseguridad. Un pálpito que barrunta nuestra básica insuficiencia ante el enigma de la vida, nuestra limitación intelectiva frente al misterio de la realidad. Dámaso pretendía perforar la espesa masa del mundo y sus criaturas para acceder a la cifra secreta de su trascendencia. Se refugiaba en Dios. El poema Dedicatoria final (Las alas) es revelador. Hay allí una fe enraizada en el amor de la madre y de la mujer "para que mi gran Dios me reciba en sus brazos, / para que duerma en su recuerdo". De todo esto fuimos hablando en el avión que el día 10 de mayo de 1980 nos llevaba camino de la Argentina. Fueron horas de tensión dialogante, de mutuos entusiasmos y de abiertos optimismos.
Cuatro años más tarde coincidimos en Madrid en un acto público. Sentados uno al lado del otro, atendíamos al conferenciante de turno. Poco a poco, con estudiado sigilo, Dámaso extrajo del bolsillo un papel. Lo tuvo en la mano hasta que el acto concluyó. Entonces, me entregó el pliego. "Ya lo leerás", me dijo, "no va a gustarte". Después, en la alta noche y a solas, yo leía el pequeño texto. Era un poema, ¿Existes? ¿No existes?, con una cordial dedicatoria.
Recovecos íntimos
Estos versos fueron publicados después. No trato, pues, de descubrir ningún inédito. Trato de otra cosa. ¿Cuál? La de la agudización profunda que se había producido en los recovecos íntimos del poeta. Al enraizamiento de Dámaso en Dios, seguía la duda -"¿Existes? ¿No existes?"-, a la que daba forma mi amigo con la crudeza, la pasión y la urgencia en él características. Frenético Dámaso. Le escribí, volvimos a hablar y pretendí hacerle ver claro la dimensión de creencia dubitativa -quizá la dimensión esencial de la fe- que lo atormentaba. Pero mi amigo estaba acuciado, obsesionado y, sobre todo, tenía prisa. Quería obtener certezas inmediatas: "Mi sueño es desear, buscar sin nada". "Siempre necio creer en mi cerebro: / no me llega más dato que la duda".
Estaba claro que al poeta lo que siempre le inquietó fue el problema de la supervivencia personal después de la muerte. Éste fue su incómodo viático, lo que pesó de continuo sobre sus hombros, lo que le tornó exigente, descontento, y a la vez cordial, fraterno, capaz de entrega y de respeto.
Es muy corriente que los grandes frenéticos sean grandes resonadores. Cualquier cosa les alcanza, cualquier cosa les hace vibrar, y de todo ese tumulto interior se defienden mediante el exceso. Son, radicalmente, viscerales, como el propio adjetivo frenético subraya. Por eso resultan imprevisibles y por eso su trato recarga el sabor de la existencia, su agridulce regusto. He aquí que nosotros nos encontramos ante la vida en situación plana, esto es, sumergidos en una panorámica de lo cotidiano que es lisa, monótona y una pizca aburrida. De pronto, aparece el amigo frenético y todo cambia de tonalidad. El paisaje se ilumina, las formas juegan dinámicamente, los colores cantan, el gris desvanece. Entonces, en ese momento, descubrimos con delicia que todo vale la pena. Los frenéticos son los catalizadores de nuestra relación con el mundo. Y, en consecuencia, con la vida y la amistad. Ellos logran el milagro alegre de que los sinsabores, las mezquindades, las piedrecitas que nos estorban, vayan escurriéndose y desvaneciéndose a la deshilada. Lo que pasa es que a los frenéticos cumple entenderlos a fondo. Y, por ello, ayudarlos. El frenesí hacía de Dámaso un niño que necesitaba cumplir sus deseos, o sus antojos, sin dar tiempo al tiempo, con acelerado ritmo y con seguridad absoluta. Necesitaba andaderas. Pero, al tiempo, sucedía algo sumamente extraño, a saber, que una vez en posesión de los rodrigones, una vez utilizados, se abría en su alma como una rendija de duda. ¿Y para qué esos tutores si yo soy capaz de caminar solo? Las ayudas eran rechazadas y con tal rechazo resurgía la duda. El ciclo existencial recomenzaba su insufrible vuelta atrás. Por eso Dámaso daba constantemente la impresión de un comienzo que en comienzo se queda.
Monstruo en su laberinto
Y ahora me viene a la memoria una frase de Mauriac sobre Lamartine: Il manque de labytinthe. Justo lo contrario de nuestro hombre, aprisionado, atenazado, aturdido y desorientado en las vueltas y revueltas del suyo propio. Monstruo en su laberinto, claro.
¿Por qué? Porque él no podía escapar a las exigencias del pensamiento conceptual. De lo que una y otra vez nos han enseñado y de lo que, una y otra vez, no somos capaces de abatir.
En la fe, en la fe trascendente que Dámaso quería cazar para sumirse en ella dócilmente, hay una dimensión emocional inevitable. Mas teorizarla es una cosa. Vivirla, otra. Pues no se trata de entender, sino de amar. "Si comprehendisti, non est Deus", decía San Agustín. El frenesí de Dámaso le empujaba a buscar en las palabras, en la articulación sonora de los vocablos, en su extraña configuración a favor de la cual ellas dicen más de lo que representan, la última razón y la decisiva sinrazón que nos abre las puertas de lo inefable. Le costaba trabajo conseguirlo y nunca quedaba satisfecho. De ahí sus sarcasmos y sus drásticos rechazos de lo falso, de lo inauténtico, de lo, en suma, trivial. "La palabra", decían los griegos, "es la imagen (eikón) de las cosas". Pero, ¿es la trasvida una cosa? Por el hecho de que mi persona, ya muerto, se convierta en "hoja seca, lata vacía, estéril excremento, / materia inerte, piedra rodada de¡ atajo", ¿habrá de evaporarse todo lo que fui, todo lo que amé, todo lo que hice, todo lo que experimenté con las raíces últimas de mi corazón? Las palabras van más allá de las cosas, deben ir más allá de las cosas. Y si el poeta no consigue esa transfiguración, ¿tiene algo de extraño que se muestre airado, esto es, sacudido por el vendaval de la ira y el frenesí?
¡Conmovedor Dámaso, siempre atento a los demás, siempre originalmente cordial, comunicador, sugerente, audaz y tímido a un tiempo! Ahora se nos ha ido, pero ya lo entiende todo. Ya tiene certezas. Ya se le habrán acabado la ira y el frenesí. Porque ahora ya no necesita de las palabras que el poema engarza y cincela para sacudir el silencio. Ahora ya está más allá de todo eso.
¿Lo habrá, por fin, comprendido? ¿Habrá, por fin, vislumbrado el misterio? En uno de sus mejores poemas de Hijos de la ira, habla de los ojos abiertos de los muertos, "ojos abiertos, desmesurados en el espanto último", para finalizar así: "Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante/ esos ojos que se quedaron abiertos?'.
¿Qué han visto, en el relámpago final, las pupilas de mi amigo Dámaso? Pero no sigamos preguntando. Pues sólo el silencio nos responde. Y nos falta la ira, el furor y la trepidante impaciencia de Dámaso. Nos falta el poema en blanco -nada en nada que la mudez definitiva escribe.
Babelia
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