Un colosal muro de música
Casi 1.000 millones de pesetas costó representar 'The wall' en el solar del muro de Berlín
ENVIADO ESPECIALNueve millones de dólares (más de 900 millones de pesetas) han hecho realidad el sueño del músico británico Roger Waters: convertir The wall (El muro), el disco grabado en 1978 por Pink Floyd y que Alan Parker llevó poco después a la pantalla, en una ópera-rock que se estrenó anoche en las ruinas de la frontera de cemento que dividía Alemania durante 29 años. Parker, miembro original del grupo británico, justifica esta extravagancia multimillonaria con una finalidad benéfica. Los beneficios irán a parar a una nueva asociación, el Memorial Fund for Disaster Relief.
Un gigantesco escenario situado en la Potsdamer Platz, a muy pocos metros de la puerta de Brandemburgo y de los restos del muro, se ha convertido en el centro cultural y social de las últimas semanas en Berlín. La ciudad germana se ha visto desbordada por la magnitud del acontecimiento, y ante la falta de plazas hoteleras suficientes ha visto cómo las calles se convertían en un improvisado dormitorio para cientos de jóvenes. Las 160.000 entradas que se pusieron a la venta al precio de 40 marcos (unas 2.500 pesetas) se agotaron el pasado miércoles, fecha en que comenzó a funcionar una prudente reventa en los aledaños del recinto."The wall es una obra que aborda temas como la alienación, la violencia, la injusticia y los problemas de comunicación de nuestra época", ha dicho Roger Waters, "y ésta ha sido una ocasión para escenificar todos estos sentimientos".
Momento y lugar
"Y esto ha tenido lugar en un sitio tan significativo como Berlín y en un momento histórico tan importante como el que ahora estamos viviendo". El líder de Pink Floyd, sin embargo, no ha logrado reunir a los componentes de su legendaria banda, y ha tenido que recurrir a viejos amigos para crear un grupo que llevase la dirección musical del espectáculo.La Bleeding Heart Band, formada por músicos como Graham Broad o Andy Fairweather Low, demostró en el ensayo que se celebró la tarde-noche anterior al concierto que en el plano instrumental no se producirían ni errores ni improvisaciones.
El espectáculo, llamado oficialmente The wall-Berlín 1990, dura casi dos horas y media. Un maestro de ceremonias realiza la presentación, y Roger Waters abre el concierto con el apoyo de la Orquesta Sinfónica de Berlín Este. Un director de orquesta mutante, con rayos láser en los ojos y moscas por toda la cara, se hincha en un lateral del escenario y dirige con su batuta a Cindy Lauper, que interpreta Another brick on the wall. Poco a poco un muro de cartón-piedra que separa a los músicos del público va creciendo y tomando forma. Mientras, los artistas invitados aparecen y desaparecen fugazmente para realizar breves versiones de los temas grabados hace 10 años por Pink Floyd. Sinead O'Connor canta Mother acompañada por The Band, definitivamente sin Bob Dylan; Joni Mitchell hace un maravilloso Goodbye blue sky; Bryan Adarris interpreta dos canciones, y el propio Waters pone final a la primera parte con cuatro temas más. El muro, que crece sin cesar, se utiliza como doble pantalla, recibiendo imágenes de vídeo en directo y otras previamente grabadas.
Unos segundos de descanso sólo los indispensables para intercalar en la representación la publicidad de una importante compañía aérea, dan paso a la segunda parte del colosal concierto. Paul Carrack, Van Morrison y Marianne Faithfull son como estrellas fugaces, eclipsadas por un montaje arrollador
Decenas de soldados, ambulancias, camiones militares, escenarios de quita y pon y un cerdo gigante forman un decorado móvil repleto de color y movimiento que alcanza su momento cumbre cuando el muro, ya completo, es derribado. Un final épico, con todos los músicos cantando desde una plataforma la canción The tide is turning. 1.000 millones de personas en todo el mundo han seguido este concierto a través de las numerosas cadenas de televisión.
El rock concebido como espectáculo llega así a sus últimas consecuencias. Los músicos invitados a la representación, algunos del calibre de Joni Mitchell o Van Morrison, apenas interpretan una canción, perdidos en un mare mágnum de efectos especiales. El acontecimiento teatral arrincona sin piedad al musical, y los artistas invitados terminan en simples anécdotas. Lo importante es el montaje, el impresionante calibre de una superproducción digna de un Steven Spielberg, y todo ello sin problemas de presupuesto.
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