Estética en la plaza
La popularidad de Mario Cabré fue muy superior a su fama de torero. Era uno de esos hombres imaginativos y soñadores que siempre ocupan un lugar allá donde tengan valor el arte o la estética. El toreo era un caso arquetípico pero no el único, y por esta razón extendió su actividad a otros ámbitos. Quiso ser actor y lo fue; quiso ser poeta y al parecer no ha dejado de serlo hasta su muerte. El carácter y el temperamento peculiares de Mario Cabré le abrieron un hueco en el mundo del toreo, que ocupó con propiedad. Dadas sus características técnicas, no podía alcanzar la categoría de figura, y menos en aquellos años de la década de los cuarenta, en que competían, muy fuera de su alcance, verdaderos monstruos de la tauromaquia, como Manolete, Pepe Luis Vázquez y Antonio Bienvenida, entre otros. Tampoco podía pasar inadvertido, pues su sentimiento estético le destacaba de entre la mayoría de los diestros de la época. Su especialidad fue el toreo de capa, y era lógico, porque precisamente esta modalidad torera es la que mejor se presta a explayar, con exuberancia, colorido e inspiración, las suertes. Pero, al propio tiempo, el toreo es una actividad que se ejercita con riesgo, exige sacrificios continuos y sólo triunfan quienes lo asumen sin reservas. No era el caso de Mario Cabré, evidentemente, y pronto decayó su cartel, hasta el punto de que ya avanzados los años cincuenta apenas se cotizaba, y sólo la popularidad de su nombre daba relativo lustre a cualquier terna. Quizá Marío Cabré no pretendía llegar a más. Cumplido su propósito de ser torero, había vivido la experiencia en plenitud y con eso tenía suficiente.
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