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La intimidad de los fantasmas

Antonio Muñoz Molina

Una sombra irregular al fondo de un pasillo en un palacio abandonado dicen que es la fotografía de un fantasma. Lo que los ojos no ven parece retratarlo el ojo de vidrio de una cámara, un ojo solo y sin párpado, como el de un pez que nos mira sin que sepamos que pavorosa o irrisoria figura de fantasma está viendo moverse al otro lado del cristal. Desde la medianoche hasta el amanecer, como en el verso de Eliot, giran en salones clausurados y vacíos las cabezas magnéticas de las grabadoras, registrando los pormenores del silencio nocturno, que como bien saben los insomnes y los solitarios no se parece en nada al verdadero silencio, el que sólo existe en la profundidad del mar y en la conciencia de los que nacieron sin poder oír. Igual que la cámara, el magnetófono graba residuos de la ausencia de alguien, un crepitar como el de las ondas en las antiguas radios de galena, crujidos de madera tal vez, el vano zumbido del motor que mantenía en marcha la cinta. También, no hace mucho, unas voces apócrifas que inducen menos al miedo que a la nostalgia, porque le recuerdan a uno los seriales radiofónicos del pasado lejano.Como la mayor parte de las personas que no leen, los fantasmas del palacio de Linares están enfermos de literatura, y quieren dar miedo con recursos de novela gótica y de folletín de Guillermo Sautier Casaseca.

Ahora que son fantasmas célebres empezarán a descubrir que el éxito es un malentendido incómodo y fugaz y un pretexto para el canibalismo de quienes sólo saben vivir a expensas de la vida o de la muerte de otros. Invaden sin respeto sus estancias vacías, llevan perros que husmean rastros improbables, los asedian, como a los cantantes y a los futbolistas, con micrófonos y flashes, con devociones importunas, con una vacua avidez de titilares inventa(los, les atribuyen biografías noveleras y falsas, y voces que seguramente no son suyas. Espantados, quejumbrosos, atónitos, los fantasmas se arrepienten de haber cedido a la tentación del impudor y añoran los días de la invisibilidad absoluta. Tienen envidia de los otros, los fantasmas anónimos, los fantasmas orgullosamente huraños o congelados por la timidez que no permiten a nadie tener noticia de su cercanía y que deambulan a salvo de la irreverencia, no por los palacios oscuros ni por las tinieblas inhóspitas de la muerte, sino a la luz del día, en las aceras y en los bares de la ciudad, en esos pisos recién pintados y amueblados cuyos inquilinos no saben que hay un huésped al que no verán nunca y cuyo territorio han usurpado.

En realidad, no es preciso velar durante toda una noche en una casa adecuadamente lóbrega para sorprender a un fantasma, del mismo modo que uno puede ser invisible aunque los espejos le devuelvan su cara con mentirosa obediencia. La invisibilidad es una virtud intermitente y menos rara de lo que tiende a creerse; vamos alguna vez por la calle y vemos venir a alguien que conocemos bien, y cuando ya le sonreímos y alzamos la mano para saludarlo, sus ojos, aunque nos miran, parecen no vernos, y pasa a nuestro lado como si fuera un desconocido. Pensamos que iba absorto en sus cosas, que sin darnos cuenta lo hemos agraviado y ha resuelto no saludarnos nunca más: lo cierto es que esa mañana un exceso de misantropía o de infortunio nos ha vuelto invisibles, agregándonos a esa populosa categoría de fantasmas que no saben que lo son, fantasmas del presente y no del pasado, miradas fijas y perdidas junto a los cristales de los autobuses, voces sin cara en el teléfono, ectoplasmas que miran y hablan y respiran, y sin embargo viven tan desalojados del mundo como si hubieran muerto hace un siglo y sólo quedara de ellos la efigie en sepia de un daguerrotipo.

Es muy difícil distinguirlos, porque son casi exactamente iguales a nosotros. Se les descubre porque tienen la cualidad paradójica de hacernos sentir más intensamente su presencia cuando acaban de irse y de parecer inasibles y ausentes cuando más cerca los tenemos. De pronto ese amigo de siempre con el que estamos conversando se queda en silencio o mira un instante de soslayo y ya es definitivamente un extraño; de pronto alguien que se marchó y que nos importaba mucho y a quien hemos querido y logrado olvidar vuelve a la memoria una noche de insomnio, o nos parece que lo vemos de espaldas en la barra de un bar o que viene sonriendo en el contraluz dudoso de una calle. Es un fantasma, desde luego; si extendemos las manos sólo tocaremos y abrazaremos el aire, si le decimos lo que nunca nos atrevimos a decirle e imaginamos la respuesta que nunca nos dio sólo estaremos escuchando nuestra propia voz, pero esa apariencia es más poderosa y más real que la de los objetos evidentes, y se nos impone en la vigilia con la misma sugestión de realidad y ternura y dolor con que nos suele visitar en los sueños.

La mayor parte de las voces que oímos en la vida diaria son psicofonías: no vienen de ninguna parte, no pertenecen a nadie. Casi todas las fotos que miramos, especialmente si nuestra cara está en ellas, son fotos de fantasmas. Los fantasmas nos miran con serenidad y resignación en las salas de todos los museos y desde los pedestales de todas las estatuas, nos llaman por teléfono desde sus lejanías oceánicas, nos escriben cartas desesperadas y notificaciones lacónicas, nos ceden el paso en el ascensor y cuando la puerta se cierra automáticamente nos da miedo su proximidad silenciosa y rehuimos su mirada. Fantasmas en blanco y negro de mujeres que han muerto hace muchos años nos sonríen después de medianoche en la pantalla del televisor y mueven los labios diciendo palabras que no oímos. La voz severa de E. M. Cioran, que vive solo en París mientras yo leo con dolor y entusiasmo uno de sus libros, es tan cercana y tan del otro mundo como la de Raymond Chandler, que tal vez se sabía prematuramente un fantasma cuando escribió que había vivido toda su vida al borde de la nada.

Apago el televisor, dejo a un lado los libros, y cuando me atrevo a escribir y las palabras fluyen de verdad y me arrastra su impulso es como si otro las estuviera escribiendo o me las dictara en voz baja, igual que cuando Tete Montoliu toca el piano y parece que a través de las yemas de sus dedos estuviera tocando Thelonius Monk. Basta ser traspasado por una música para convertirse en médium del hombre que la concibió. Basta abrir el armario para ver en las chaquetas alineadas e inmóviles, que conservan el olor tenue y ya gastado del cuerpo y la actitud exacta de los hombros, los fantasmas de quien uno ha sido en los últimos años. Pero nadie ha inventado aún una cámara o una grabadora que muestren el testimonio imposible del más huidizo y enconado de todos los fantasmas, el que no tiene un lugar desierto ni una memoria donde alojarse, el fantasma desterrado y proscrito de quien nunca existió, de quien pudimos ser y no hemos sido.

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