Pedro Lain, en su arrabal
DOMINGO GARCÍA-SABELLEl Círculo de Lectores acaba de publicar un libro de Pedro Laín sumamente curioso: Hacia la recta final. "Se trata de alguien que, tras una copiosa producción escrita, vuelve la vista atrás y evalúa la significación de lo llevado a cabo".
La obra va desenvolviéndose en varios capítulos que incluyen la revisión desde Medicina e historia, pasando por La obra de Freud y otras cuestiones de índole médica, hasta las indagaciones en torno a la cultura española, La espera y la esperanza o Sobre la amistad. El postrer apartado se refiere al esfuerzo lainiano por componer una antropología médica a la altura de las circunstancias actuales; es decir, tomando como punto de partida todo o casi todo (en realidad, lo esencial que se sabe sobre el hombre enfermo, sobre la salud, la curación o el acabamiento del individuo).A esta revisión preceden dos cosas interesantes. Una, lo que es y lo que representa la senectud de un hombre de letras apasionado por su oficio; esto es, por la ineludible necesidad de entender lo que acontece en tomo suyo, lo que puede dominarse del oficio propio -en este caso, enseñar- y de la eficacia de sus decires para la sociedad española.
Por otra parte, la formulación de los ejes en tomo a los que su actitud recopiladora va a funcionar: lo que pretendió hacer e hizo en cualquiera de sus libros, lo que no llegó a cumplir y lo que de verdad corregiría ahora para remediar los posibles defectos de la propia producción.
Aquí tenemos a un intelectual que se encara con la obra de su vida y honestamente le busca los costados falibles. Y también, cómo no, los aciertos, lo que en sus libros tiene vida de suyo. Crear belleza, decía Valle-Inclán, es acertar con el punto de la eternidad. Crear ideas nuevas, darles perfil coherente, reflejo amplio y otorgarles un espacio de articulación con lo que pueda venir después -es decir, otorgando fecundidad a lo pensado-, si no equivale -ni puede equivaler- a la eternidad, supone una cierta permanencia. Una permanencia que muchas veces sólo se nota a través de una sorda vibración de lo nuestro en los trabajos de los demás. La obra del intelectual auténtico es como el armónico de ciertas líneas melódicas a las que sostiene y a las que realza. Por eso creo que este nuevo libro de Laín supone una novedad extraordinaria en el campo de nuestra cultura. Quizá no sea el único, pero es, sin duda, el más abierto, el más objetivo y el menos magnificado. La voz de Laín no se ahueca para nada. Dice sencillamente lo que se propuso, lo que alcanzó y lo que no alcanzó. Nada más.
Un artículo no permite meterse en la exposición detallada y en el análisis crítico de un libro denso y riguroso. No. Lo que me interesa es subrayar la disposición vital del autor cuando, a los ochenta años ya pasados, desea mostrarnos limpiamente sus proyectos pretéritos, sus logros y sus actuales, vivas ilusiones. Ahora no estamos ante un libro como Descargo de conciencia, escrito hace 14 años. Ahora, un anciano -¡qué raro se me hace llamar anciano a Pedro Laín!- contempla en panorámica la obra de su vida, en ella mete el diente analítico con absoluta ecuanimidad, sin fáciles sentimentalismos ni tópicas lamentaciones. Para nuestro autor, los deberes de la vejez se cifran en dos vectores: la revisión y el recuerdo; en una palabra, el registro de los cambios valoradores que la vida ha ido marcando en su espíritu.
Vida total
Mas como la vida de Laín -me refiero ahora a su vida total; esto es, a su existencia- estuvo colmada con toda clase de aconteceres y con toda clase de suscitaciones intelectuales, estimo que su deber de hombre de edad no concluye con el enjuiciamiento de la propia obra. Va más allá. La vejez consiste, en esencia, en una serie progresiva de pérdidas cuya suma puede llamarse, sin empacho, regresión. Quizá de todas las disminuciones, la máxima y la más definitoria sea la de la soledad. Desaparecen los familiares, se van los amigos y, al final, el anciano se queda solo. Nace entonces la rigidez en la conducta, la actitud irónica ante los demás -muy especialmente ante los jóvenes- y el temple resignado, cuando no de matiz depresivo. Es el momento en el que al aislamiento no buscado se suma la soledad provocada. Es el viejo convertido en isla, enquistado, soberbio, incomprendido; en suma, mineralizado. La regresión material se complica con la regresión espiritual.
Todo esto trae consigo la esterilidad. Y de la esterilidad, lo más doloroso es la renuncia a programar activamente la vida; es decir, a tener confianza en el futuro, por estrecho y mínimo que pueda ofrecerse a la consideración del senecto. Hay poco margen, escasísimo margen, pero lo hay. Si entonces uno siente latir en la entraña el parpadeo de una llama, de una lucecilla, por tenue que sea, he aquí que ese hombre ya no es viejo: es una criatura humana con muchos años encima, pero con el espíritu intocado por las miserias orgánicas de la regresión.
Recordemos el verso de Jorge Manrique "Las mañas e ligereza / e la fuerza corporal / de juventud, / todo se toma graveza / cuando llega al arrabal / de senectud". ¿Graveza? El Diccionario de autoridades nos dice que graveza es "lo mismo que gravedad". Pero gravedad, en su primera acepción, es "virtud por la cual el cuerpo grave, o se mueve hacia abaxo o tiene inclinación al dicho movimiento". Quedémonos aquí, porque, así entendida, la gravedad del anciano nos encamina hacia lo que desciende, hacia lo que tiene tendencia al hundimiento. La peor limitación del anciano consiste -acabo de decirlo- en la mineralización. O lo que es lo que es lo mismo: en la pesada inercia de lo amorfo y anquilosado. Pero el arrabal de Laín está muy lejos de esa triste involución. Sus escritos denuncian una mente ágil, inquieta, siempre en la procura de la exactitud, del corregirse, del ampliarse. En una palabra, del remozamiento.
Con todo, hay dos clases de vuelta atrás, de rejuvenecimiento. La artificial, que busca llamar la atención a favor de la extravagancia, el ruido y la conducta arbitraria. Y la vuelta atrás espontánea; esto es, la que se nos muestra, sin proponérselo, como consecuencia y fruto maduro de la tesitura de alerta. Ser joven es, en última instancia, sostener la mirada abierta a todo lo que viene desde fuera e incorporarlo para hacerlo sustancia propia o para rechazarlo con ímpetu tantas veces indiscriminado. Laín es joven, es mozo por su vigilia tenaz y exigente -la vigilia humana, la noble vigilia humana-, tan distinta de la zoológica vigilia puramente apetitiva. ¿Qué le ha enseñado la vida? Según yo creo, sencillamente, el silencio respetuoso y fecundante. El hacer que la propia, específica evolución conceptual mane, continua y callada, del hontanar de la mente. Lo que la existencia produce de cambio auténtico se fragua en un proceso subterráneo, oscuro, lento. Luego, más tarde, siempre a fuerza de años, vendrá el florecimiento. Pero la savia que realizó el prodigio -no lo olvidemos- ha subido desde la profunda tiniebla del ser individual; es decir, desde las raíces. Así toma cuerpo la autenticidad. Lejos del exhibicionismo al que hoy tan desnortada admiración se rinde. Laín no busca el brillo. Anhela la certidumbre en la comprensión del fenómeno humano y del fenómeno colectivo de la patria. Y para ello desea empalmar sus íntimas vivencias intelectuales con lo mejor y más aquilatado de la gente europea. Los premios conseguidos, los altos honores alcanzados, apenas si se mencionan -o no se mencionan en absoluto-. Lo que de verdad le inquieta es la luz de la verdad. Una luz siempre relativa, pues está hecha de matices, de claroscuros, del sí y el no de la pura contradicción.
Pero aún hay más. Si pudiéramos seguir adelante con esta mostración del espíritu lainiano, enseguida nos toparíamos con otra mina, a saber, que esa búsqueda, que esa vigilia tenaz y exigente del intelecto lo que pretende en realidad es ver claro en las zonas ocultas de la propia alma, del ser profundo. El libro sobre el que ahora llamo la atención, este Hacia la recta final, en puridad lo que ansía es bucear entre los pliegues de una criatura humana que se llama Pedro Laín Entralgo. ¿Qué hice yo? ¿Por qué lo hice? ¿Hasta dónde ese hacer me define? ¿Soy yo, mi yo secreto, el que escribió y firmó tantos libros? A final de cuentas, ¿quien soy yo? ¿Ha valido la pena tanto esfuerzo? He aquí las preguntas que subyacen implícitas en las páginas de la obra.
Espejo de mocedad
Hacerse esas preguntas, someterse a esa disección que no se ve, pero que late con honda y conmovedora energía en cada página de Hacia la recta final, es un espejo de mocedad. Porque esas preguntas, virtuales o no, son las que ofrecen, en tiempo presente, su inquietante perfil al espíritu de los jóvenes. En ellos, como programa. En nuestro autor, como realización. No como realización redonda, perfecta y acabada, sino como estímulo y espolique de futuras acciones. Contemplar el futuro con Ilusión creadora es cosa de la juventud. Es sentir que en la vida "piafá... un afán formidable de ampliar sus fronteras", como decía Ortega. Así lo contempla y siente Laín.
Su arrabal no está, como todo arrabal, desguarnecido, no está extramuros de la existencia, ya que es verdadera existencia con su congoja, sus dudas, su optimismo y su ansiosa ojeada hacia el futuro. Buen arrabal. Arrabal con compañía. O lo que es lo mismo: sin soledad menesterosa.
¿Arrabal? Ahora, ahora mismo, nos topamos con otro libro básico, El cuerpo humano. Teoría actual. He aquí un libro dramático. Quizá -o sin quizá- el libro más dramático que Laín jamás haya escrito. Pero esta nueva obra necesita explicación condigna. Necesita compañía, discusión. En una palabra, toma de contacto seria, exigente, bien perfilada, con diálogo casi, casi, confidencial.
Por ello, por todas estas notas, tan civilizadas, el arrabal de Pedro Laín se ha convertido en avenida. Por ella camina ágil y con paso seguro la vejez del autor.
es presidente de la Real Academia Gallega y miembro del Colegio Libre de Eméritos.
Babelia
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