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La ley de Lynch

Hace poco la televisión emitió un genial filme-documento titulado Furia, procedente de 1936. Su creador, Fritz Lang, era un judío austriaco al que una mujer y varios azares colocaron en los años 20 a la cabeza del cine alemán y en ella estaba cuando Hitler subió al poder. Fritz Lang huyó del fascismo despavorido y, al llegar a Estados Unidos, encontró su instante de libertad para hablar sin barreras del horror y la furia de lo que había dejado detrás. No tuvo que acudir a canteras foráneas: cualquier día sureño de aquel continente proporciona suficientes elementos de juicio para construir una parábola sobre los comportamientos fascistas sin tener que salir de la aldea en busca de leña.Una de las manifestaciones autóctonas de las tradiciones fascistas norteamericanas lleva nombre propio: es la ley de Lynch, el llamado linchamiento. Y Lang hizo en Furia una incursión en la demente lógica del linchamiento, esa, gozosa hasta la ebriedad, técnica de exterminio de un hombre consistente en su ahorcamiento por las bravas a manos de una comunidad armada con sogas furiosas y enjabonadas. Durante siglos, la ley de Lynch -inventada en el siglo XVIII por un expeditivo granjero irlandés de Virginia, no hace falta decir que llamado Lynch- fue aplicada sistemáticamente en la vida cotidiana estadounidense y, ya en nuestro siglo, los códigos de censura de Hollywood fueron intransigentes a la hora de dejar hablar de este trapo sucio: ni una palabra, ni una imagen del asunto. Algunos westerns gallardos y este filme de Fritz Lang rompieron el tabú.

Viene esto a cuento de que es probable que el linchamiento con soga enjabonada sea a estas alturas reliquia de una barbari.e histórica, pues hay indicios de que ahora se estilan formas mucho más sutiles de linchamiento, real o cinematográfico. Por ejemplo el linchamiento por aplicación de la moral considerada como soga y como cobertura adecentadadora de una ideología represiva y por ello indecente. Lo curioso del asunto es que, en un vuelo de humor histórico, en la veda abierta por aquel bestial granjero llamado Lynch, le toca ahora el turno a un cineasta también llamado Lynch, que a su vez es un expertísimo linchador, pero no de hombres sino de las cosas no humanas que nos ocurren a los hombres.

Lynch llevó a Cannes, y con ella triunfó, una película-linchamiento, Corazón salvaje, de esas que lo lincha todo, que no deja títere con cabeza, a la manera de un socarrón discípulo del otro Lynch, el famoso juez Roy Bean, un linchador profesional que alardeaba, cuando le decían que no tenía trabajo, de tener detrás de su oficina un cementerio de casos. En esta película, que va a armar broncas por donde pase, hay una curiosa estética de la basura o del escombro, que absorbe todo lo miserable de la vida moderna, lo tritura y lo convierte en pasto de carcajadas sardónicas y libres. Se burla Lynch en Corazón salvaje de todo lo que tiene dos patas y vive en Estados Unidos. De ahí el verdadero origen de la amenaza de linchamiento contra su película.

No es Corazón salvaje más violenta que Johnny el guapo ni dentro de ella hay más sexo que en El cartero llama dos veces. Pero -y ahí está la culpa que le puede llevar bajo el árbol del ahorcado- la película rompe moldes de manera inmisericorde allí donde todo son moldes, y es cine incrédulo con regusto libertario, cosa que tragan mal los moralistas descendientes del otro Lynch, entre ellos los jerifaltes de la MPAA, que ahora quieren hacer pasar por mercancía moral lo que no es más que mercancía política de baja estofa.

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