Llegan los toreros
Iniciado el siglo, la fiesta de los toros empezó a reunir a centenares de aficionados. Pocos años después, las glorias del toreo llenaban las plazas, nacía la reventa, el negocio empezaba a augurar esplendoroso futuro y los proyectos se empezaban a amontonar. Uno de los primeros y más evidentes era agrandar las plazas. El propio Joselito participó de aquellos ánimos inversores, al alza para la gloria del toreo, y ponía un ejemplo simplista y aplastante: "Siempre será mejor que por la mitá de precio me puean ver el doble de afisionaos".Comenzó el movimiento, nacen las plazas monumentales, y entre los requisitos que la tradición imponía estaba el que la construcción debía cumplir la máxima de que a los toros "se va a verlos y a que te vean". Se procuró cumplir esa sentencia tanto en los tendidos como en los exteriores. Ahí afuera, dos zonas concentraron el fervor por el toreo y por el lustre de que a uno le vean en los toros. Eran, y son, el patio de cuadrillas y el patio del desolladero.
La entrada por el patio de cuadrillas en la plaza de Las Ventas se hace un poco a hurtadillas. Por allí entran los toreros y hay un ambiente expectante, el público pendiente de cada detalle. Un largo pasillo humano estudia a cada persona con puntillosos comentarios. Sus cuerpos y sus rostros son manojos de nervios excitados ante la fuerza del héroe que ya llega.
Una vez dentro, y a la izquierda, está la capilla, la verdadera puerta de cuadrillas para los toreros en Madrid. Cuando lleguen al pequeño recinto habrán escuchado la voz grave y empalagosa de los capitalistas, que estarán prestos a cargar con los enormes esportones. Dos pasos más y el diestro recibirá toda una salva de: piropos y alabanzas que, a la. vez que animan, aceleran el siempre presente miedo.
Pese a todo, habrá que sonreír a los partidarios, habrá que firmar algún autógrafo (rúbricas, por cierto, dignas de estudio grafológico), y, una vez cumplido el rito pagano, a la capilla. Reflexión, ayuda, devoción, cualquier recurso, tradicional o ficticio para alejar al "sombrío acompañante".
La vuelta a la realidad se hace por la enfermería, y de allí al portón, a esperar. Mientras llega la hora, el matador tiene que sonreír su fama y aguantar a los aficionados de todos los días, personajes que tendrán cientos de fotos con todos los toreros.
Hay otros aficionados que son ocasionales, padres con sus repintadas hijas en su mayoría. Pagan la tarifa sumergida para entrar a esa zona; ajustan con los fotógrafos para que el momento quede estupendamente reflejado; el "¿Cómo estás?" al amigo que conoce a cierto banderillero que lo mismo puede decir al maestro que sus dos hijas -guapísimas, como se ve- quisieran retratarse en recuerdo de un momento que enmarcarán, claro está.
Cumplimentado el negocio, hechas las fotos, el clarinazo de las "en punto" pone fin al rito de intentar sentir lo que siente el torero, el rito de acariciar de cerca o absorber de lejos al miedo y a la muerte.
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