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Tribuna
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Súbditos o ciudadanos

Hace algún tiempo leía unas declaraciones de Manuel Fraga en las que el modelo que subyacía en la relación del afiliado con su jefe político consistía en el consabido oír, ver y callar, que deducía del principio jerárquico-autoritario de donde hay patrón no manda marinero. No me parecieron de recibo desde una óptica democrática, aunque describieran adecuadamente, también hay que decirlo, las relaciones existentes en los partidos. Hace unos días quedé sorprendido al leer que si en el caso Naseiro el Tribunal Supremo le requiere, acudirá "como un súbdito más del Estado".No faltaría más, que hubiera una clase de españoles que pudiera pasarse a los tribunales por el sobaco, pero en este último tiempo se dicen tantos desatinos sobre los jueces que no llama la atención que se recalque hasta la voluntad de acudir cuando lo llamen. Tal vez don Manuel, con sorna gallega, insista en su buena disposición, recordando que nada menos que el presidente del Gobierno había recomendado a unos guardias civiles que hiciesen oídos sordos a los requerimientos de los tribunales. Una justicia independiente e igual para todos es un principio democrático que, al parecer, proporciona no pocos sinsabores, problemas y hasta dolores de cabeza.

Empero, como habrá sospechado el lector, no es para dejar constancia de las dificultades crecientes que la clase política tiene con la justicia por lo que traigo a colación este último comentario de don Manuel. Uno peca de ingenuo, tal vez de timorato, pero he de confesar que me sacudió un escalofrío al comprobar que, después de 12 años de vigencia de la Constitución, un político de la talla de Fraga, con altas responsabilidades en el Ejecutivo, todavía se considere "un súbdito del Estado", lo que hace temer que trate también a sus conciudadanos de tales.

Con perdón de don Manuel, yo, modestamente, me tengo por ciudadano español, y no por súbdito de ningún Estado, pero estoy dispuesto admitir que puedo andar muy confundido, a juzgar por la forma como se comportan los españoles, demasiado temerosos de lo que les pueda sobrevenir si se desmandan y expresan una opinión libremente. En la empresa, en la Universidad, en el mundo de la cultura, en este punto los partidos políticos no son una excepción, por doquier hallo gentes dispuestas a aceptar la obediencia y sumisión propias del súbdito a cambio de algún beneficio particular, cuando no simplemente por verse libres de la discriminación persecutoria con que solemos atosigar al disidente.

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La fragilidad de la democracia española, que se muestra en esa mezcla de ficción y producto adulterado en que la hemos convertido, en muy buena medida proviene de que los españoles no se comportan, y en consecuencia, tampoco son tratados, como ciudadanos libres, sino más bien como súbditos de poderes harto personificados. Entre la sociedad civil, si se dice en inglés, o la sociedad burguesa, si se habla en alemán o francés -en español no tenemos nombre propio al no haberla conocido-, y la sociedad estamental del antiguo régimen, la diferencia es tanta como la que va del súbdito al ciudadano.

La debilidad de la sociedad civil, la falta de coraje cívico, el señoritismo y caciquismo siempre a flor de piel tienen una fuente común en la ausencia de un siglo XVIII que de verdad hubiera calado. Nada se echa tanto de menos en España como el espíritu revolucionario de la Ilustración. Pese a que andemos disfrazados de europeos, esta carencia señala el punto crucial que nos diferencia de Europa.

Ausencia que conlleva otras muchas, desde la ciencia, el capitalismo industrial y mercantil, y no el meramente especulador, hasta la falta del ciudadano consciente de sus derechos y sujeto ejerciente de sus libertades, que asume la responsabilidad que le corresponde en la cosa pública. Cierto que al cabo de los siglos hemos importado lo que no pudo brotar en nuestro medio, ciencia, tecnología, industria, democracia, pero, ausente el espíritu ilustrado que los creó, se mueven como zombies.

En pocos años hemos vuelto a cavar la vieja sima que separa la España oficial de la real. Pero no se piense que la historia es un perpetuo fluir de lo mismo. Al menos en esta segunda restauración, a la España real no le va tan mal. Se detecta tal dinamismo económico y social -no me atrevo a decir si también cultural- que la España real se desentiende con gesto displicente de la oficial, cada vez más roma y egoísta.

En la primera restauración, causa principal del desdoblamiento fue dejar fuera del sistema a las clases trabajadoras urbanas y campesinas. En esta segunda, nos hemos dotado de una Constitución que, en principio, con algunos arreglos en la organización territorial, hubiera permitido integrar a la mayor parte de la población, pero esta vez el fallo ha radicado en los partidos políticos, incapaces de desempeñar el papel que les corresponde en la comunicación de la sociedad con las instituciones.

A nadie se le oculta que el estado calamitoso en que se encuentran los partidos ha convertido al sistema político en especialmente quebradizo. Nada ha desacreditado tanto a la democracia como el afán de las cúpulas de los partidos de impedir cualquier forma de contestación dentro de sus filas. Cierto que unos partidos que cambiaran de dirección todos los meses harían inviable el sistema, pero ni tanto ni tan calvo. El hecho es que la eliminación sistemática del juego democrático de la vida de los partidos constituye hoy por hoy el mayor factor de desestabilización, así como la amenaza más seria que sufre nuestro sistema político, cada vez más ineficaz y corrupto.

La democracia parlamentaria y pluralista depende de la vitalidad y prestigio de los partidos. Cierto que en ningún país de nuestro entorno se encuentran en un momento boyante, pero hay una forma de degradación en la que quiero hacer hincapié que yo llamaría española, pese a que se halla en todos los países que no tuvieron Ilustración: aquella que proviene de que los partidos los integren súbditos y no ciudadanos.

La conducta del súbdito viene regida por dos principios que se corresponden y hasta solapan, el de sumisión y el de lealtad; a su vez, los principios de autonomía y responsabilidad caracterizan el comportamiento del ciudadano. En España, las virtudes que se piden al afiliado de un partido son las del súbdito. Como en el antiguo régimen, nada se encarece tanto

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Ignacio Sotelo es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Berlín.

Súbditos o ciudadanos

Viene de la página anteriorse recompensa mejor que la lealtad al jefe. No es extraño que el español se enorgullezca de no pertenecer a ningún partido, aun pagando por ello un altísimo precio, renunciar a su calidad de ciudadano.

Al que se inscriba en un partido y, consciente de sus derechos y responsabilidades, se comporte como un ciudadano, si su juego no descubre otros objetivos, se le considerará tanto en el partido como en la sociedad un loco movido por un afán desmedido de llamar la atención. La sociedad no se deja engañar sobre las razones por las que se actúa en política, y por mucho que se repita el discurso ilustrado de que sólo el que participa en la cosa pública es cabalmente libre, nadie entre nosotros concibe que una persona se meta en un partido si no aspira a sacar algún provecho. En este punto parece que están las cosas claras: el que se mete en política acepta de antemano la servidumbre voluntaria del súbdito leal que espera recompensa. Para que puedan surgir los partidos por su propio ímpetu, la sociedad civil tiene que ser fuerte, con un buen número de ciudadanos dispuestos a participar en la cosa pública. Se necesita que haya habido ciudadanos para que pueda haber partidos políticos de verdad; con súbditos no cuajan más que las malconformaciones que hemos producido en estos últimos años en España. Si luego se construyen artificialmente desde arriba, se financian con dinero público y actúan sólo en representación del poder estatal, no es fácil que se regeneren.

Al comparar a los partidos con simples clubes privados de los que todo aquel al que no le guste el orden estatutario o los poderes establecidos debe marcharse sin dar guerra ni hacer aspavientos, el secretario general del partido gobernante ha colocado una carga de profundidad en la línea de flotación de nuestro sistema político. Todo parece cambiable en una sociedad democrática, menos las estructuras internas, poco o nada democráticas, de los partidos.

No faltan en la misma línea los que dan por supuesto que, por el hecho mismo de la afiliación a un partido, se renuncie a las libertades y derechos que la Constitución garantiza a todo ciudadano. Para poder integrar al ciudadano en nuestros partidos es preciso previamente reducirlo a la condición de súbdito. Ahora bien, si los partidos en vez de ampliar las libertades públicas las cercenasen, habría que cuestionar la democracia representativa. Una cosa me parece clara: el que apueste por la democracia representativa -y es mucho lo que con ella nos jugamos- no puede quedar al margen de la democratización de los partidos.

La estructura jerárquica, caciquil, de los partidos, ajenos a toda forma de convivencia democrática, es además fuente de corrupción. ¿Qué puede hacer atractivo a un partido político sin otra norma de conducta que la lealtad al jefe si no es el afán de encontrar algún acomodo? Se sostiene que los partidos hayan pasado de escuelas de democracia y libertad a centros de sumisión y de obediencia siempre que ofrezcan algo a cambio.

Todo partido que ha sustituido al ciudadano por el súbdito es un partido corrupto. "Un poder hipotecado por la corrupción convierte en inútil la democracia". Aserto que encubre más que aclara, mientras no se diga que lo que hipoteca al poder con la corrupción es justamente el debilitamiento progresivo de la democracia. Existe una estricta incompatibilidad entre corrupción y democracia: allí donde hay democracia no surge corrupción, así como donde hay corrupción falla la democracia; de modo que no cabe otro antídoto contra la corrupción que una mayor ventilación democrática. Dado que la democracia es un proceso inacabable, siempre quedarán nichos de corrupción ante los que no cabe resignarse, sino combatir con más democracia.

La reducción de la democracia interna de los partidos a sus mínimos es la fuente de la corrupción que lamentamos. Hemos mirado desde lejos esta deficiencia como si fuese una cuestión que no nos concierne; hoy nos tropezamos atónitos con la corrupción que ha facilitado nuestra pose de espectador. Si no queremos ahogamos en una corrupción cada día más generalizada, no nos va a quedar otro remedio que empezar a practicar los deberes cívicos más elementales. Por lo pronto, habrá que aprender a diferenciar el súbdito del ciudadano, para luego, tal vez, tratar de recuperar los partidos para los ciudadanos.

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