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Los mantequeros de Perú

Antonio Muñoz Molina

Para actuar con eficacia seguramente elegían la noche y los caminos despoblados, y es posible que no lo hicieran al azar, apostándose al anochecer en una encrucijada, esperando sin más que pasara algún caminante desprevenido y solitario. Escogerían con preferencia a personas jóvenes y bien entradas en carnes y las seguirían en secreto para averiguar sus costumbres y decidir así el lugar donde iban a esperarlas. Les convenía la gente que vive en caseríos aislados y que no tiene mucho trato con los vecinos. Así, cuando se advirtiera su desaparición, nadie los buscaría con demasiado ahínco, y en unas pocas semanas o meses su recuerdo se desvanecería tan insolublemente como las huellas de sus últimos pasos. Diariamente desaparecen personas de las que nunca vuelve a saberse nada, a pesar de las pesquisas desganadas de la policía y de esas fotos tristes que publican los periódicos. Gente que huye de su casa, que muere en las camas anónimas de los hospitales, que se vuelve loca y pierde el recuerdo de su nombre en los pasillos de los manicomios. La impunidad, se decía, como casi todo en esta vida, no es cuestión de astucia, ino de paciencia. Con el tiempo llegaron a calcular con presión infalible el peso, la consistencia y hasta la calidad del material que podrían obtener le cualquiera que pasara a su lado. Los más gordos no sólo eran los más adecuados por la favorable proporción entre ganancia y esfuerzo, sino también porque solían ser de carácter bovino y poco belicoso, de tal modo que bastaba esgrimir una navaja o un revólver para someterlos. Circulaban rumores alentados por el miedo, pero parecían más bien residuos de antiguas fábulas inventadas para asustar a los niños. Hay cosas que es preferible no creer, y espantos que han de ser atribuidos a la irresponsabilidad de la literatura o a la de los sueños.Eran dos hombres muy jóvenes, de 22 y 19 años, y cuando la policía los detuvo, hará unas tres semanas, confesaron que no trabajaban por su cuenta, sino por encargo de un hombre que vivía en la capital y regentaba un próspero negocio de exportación simulado bajo la cobertura de un taller de desguace de coches. En realidad desguazaban cadáveres de gente, a la que previamente habían raptado y asesinado, y luego de arrancarles la capa de grasa acumulada entre la piel y los músculos la empaquetaban en recipientes herméticos y la enviaban a la dirección de ese hombre en la capital. Dicen que ellos nunca supieron para qué la quería, aunque tampoco les importaba mucho. Les bastaba cobrar con puntualidad el precio acordado, 65 dólares el kilo, y luego empezaban a buscar otra vez víctimas adecuadas, porque la demanda era incesante y su ganancia más bien mezquina para tanto desvelo. El usurero Shylock reclamó una libra de carne humana en pago de una deuda. ¿Cuántos kilos de grasa se obtienen del cadáver de un solo hombre? Desde la capital, el intermediario la remitía a Estados Unidos, donde una firma de cosméticos la empleaba como materia prima en la elaboración de cremas hidratantes. Parece, según explican los despachos de agencia, que la grasa humana, como el tejido placentario, es muy beneficiosa para el cutis, y que su dificil obtención hace que los productos fabricados con ella alcancen precios altísimos en un mercado tan confidencial como exigente.

Los proveedores de cadáveres actuaban en las serranías de Perú. El periódico publicó sus nombres, y también el del dueño de la chatarrería de Lima que fue apresado cuando confesaron, pero la empresa norteamericana que adquiría la grasa al por mayor aún permanece en el anonimato: una mujer que ahora mismo, sentada frente a un espejo, unte las yemas de sus dedos en una crema perfumada y la extienda sobre su frente y sus pómulos inadvertidarnente puede estar participando en las consecuencias finales de un crimen, y en el olor y en el brillo de juventud que esa crema agrega a su piel habrá una parte infinitesimal de una maldad muy semejante la de aquella condesa vampira que para no envejecer se bañaba en sangre de vírgenes degolladas. Tal vez sin proponérselo, los mantequeros de Perú han convertido en realidad y en titulares de sucesos las fábulas de terror que nos desvelaban en la infancia, cuando el miedo de nuestros mayores, que ellos respiraban y exhalaban en torno suyo como el aire fatigado de uina habitación sin ventanas, se transmitía a nosotros purificado y abstracto, sin mediación de su voluntad ni de nuestra inteligencia, igual que se nos transmitían palabras cuyos significados ignorábamos y prohibiciones y órdenes dictadas por una logica inapelable y, arbitraria como la le los sueños.

En casi nada fuimos tan preoces como en el aprendizaje del miedo. Para nuestros padres y nuestros abuelos, supervivientes de una guerra, el miedo era una norma de conducta instintiva. Para nosotros fue desde el principio una forma de conocimiento. Si nos apagaban a luz mientras subíamos al acostarnos, la honda y alta escalera se poblaba de fantasnas. Se nos hacía de noche jugando en la calle y cuando volvíamos a casa cada portal entreabierto y cada esquina mal iluminada por una bombilla desnuda podía esconder la presencia de un merodeador sin rostro, amparado en la sombra como en el embozo de una capa. Teníamos miedo de los mantequeros, de los vagabundos que cargaban sacos donde podrían esconder el cadáver de un niño. Teníamos miedo sobre todo de los tísicos, hombres invisibles que viajaban en automóviles negros y en grandes furgonetas donde guardaban bidones de cristal llenos de sangre. De cuando en cuando, entre los corros que jugaban por los callejones, se extendía el rumor de que alguien había visto el coche de los tísicos, hombres muy pálidos, vestidos con batas blancas y sombreros de hongo, que raptaban a los niños y los degollaban para vender su sangre en remotos sanatorios de millonarios moribundos que gracias a ello ganaban días o semanas de vida. No nos atrevíamos a salir cuando había oscurecido ni a volver solos de la escuela, y vigilábamos con recelo y espanto las caras de los desconocidos y el interior de los coches aparcados cerca de nuestras casas. Para imaginar los bidones de los tísicos recordábamos los lebrillos de barro que rebosaban sangre en las matanzas.

Emboscado en la lejanía de la memoria, más poderoso que el olvido, el miedo de entonces vuelve ahora a encontrarme cuando leo la historia de los mantequeros peruanos y compruebo, como en los malos sueños de la infancia, que la inverosimilitud es uno de los atributos del terror. Cierro el periódico y me niego al recuerdo y ya no quiero preguntarme qué parte de verdad o de mentira había en aquella leyenda de los tísicos ni qué posible infamia oculta la había originado. Miro con aprensión los anaqueles del cuarto de baño y tampoco quiero saber de qué está hecha la espuma blanca y cremosa que extiendo cada mañana en mi cara antes de afeitarme y que me deja una suavidad tan agradable en la piel.

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