Cuando la muerte es bienvenida
Obras maestras como ‘La luz difícil’, de Tomás González, o ‘Todo se opone a la noche’, de Delphine de Vigan, iluminan la aceptación y comprensión de una eutanasia como la que ha parado una jueza en Barcelona
Lo sabemos: hablar de muerte en pleno verano mientras triunfan los temas de chiringuitos playeros y turistas ridículos es un desafío a los instintos. Pero está ahí, también ocurre y un caso muy particular y serio se ha colado entre las noticias más ligeras del verano: el de una joven de 23 años que ya tenía concedida y programada la eutanasia y a la que una juez de Barcelona ha dado el alto. Su padre pidió paralizar el proceso previsto para el 2 de agosto y, de momento, lo consiguió.
El caso contiene todas las aristas que dificultan la mirada fría y objetiva, ya que se trata de una mujer muy joven con problemas mentales que quedó paralítica al intentar suicidarse en 2022. Todos podemos entender el dolor del padre. Y todos podemos entender el dolor de la hija. Solo toca a los médicos y profesionales de la sanidad y la bioética proceder. Toca ahora al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña desencallar el dilema. Pero hay otro gremio tocado de lleno por el dilema, y es el de los escritores. Libres de leyes, de autos judiciales, de consideraciones de derechos, de responsabilidades o de avances sociales, una literatura está cimentando la realidad del dolor ante la eutanasia o el suicidio de familiares amados que no han visto otro camino que quitarse de en medio. Son pequeñas obras mayúsculas que este verano han caído por casualidad en la maleta. Y es imprescindible leerlas.
Una de ellas es La luz difícil (Sexto Piso), del reputado escritor colombiano Tomás González (Medellín, 1950), una obrita de enorme luminosidad y vitalidad a partir de la muerte organizada de un hijo, un primogénito infinitamente querido cuya vida quedó destruida a partir de un atropello que le dejó secuelas insoportables.
Padre y madre aguardan en su apartamento en Nueva York el desenlace que conocen previamente y es otro de sus hijos quien acompaña al hermano en su muerte programada en Portland, donde hay más permisividad. Las horas pasan, la excusa es narrativamente perfecta para desbrozar la vida, el pasado, el amor de la pareja, la suerte de su carrera de pintor, con unas pinceladas escuetas, pero maestras, que acompañan el terrible avance del reloj. Hay amor, hay dolor, hay espera, hay retraso por parte del médico, hay nervios, hay miedo a la frustración, hay respeto a la decisión de su hijo, tanto si sigue adelante como si decide frenar al final. Hay acompañamiento. Hay silencio. Pase lo que pase. Porque todo ocurre, aunque más tarde. Porque la vida sigue y la huella del ser querido y la conciencia del dolor ahorrado pervivirá sobre el dolor que va a causarles su ausencia. Cuánto respeto en la pluma de Tomás González, cuánta belleza literaria y humana. También colombiana es la autora de un clásico del duelo más íntimo, Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, 1951), que escribió Lo que no tiene nombre (Alfaguara) tras el suicidio de su hijo en EEUU, en este caso con enfermedad mental. Una grandiosa serenidad compite ahí con el desagarro brutal y lo hace de forma ejemplar.
Pero es una francesa, Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966), la que también nos da una enorme lección literaria y humana con Nada se opone a la noche (Anagrama). Palabras mayores para abordar el suicidio de su propia madre, que sufría una afección bipolar. Entre otras cosas.
De Vigan había ya triunfado en Francia con novelas como Días sin hambre (un relato basado en la anorexia que sufrió en su propia juventud), pero fue con esta incursión en la historia más desconocida de su familia cuando logró importantes premios y dio un gran salto internacional. La propia autora encuentra a su madre muerta sobre su cama tras varios días de llamadas infructuosas, y a partir de ahí escarba en todas las dificultades que apenas se adivinaban tras la vida de una familia aparentemente feliz, abierta, hospitalaria, reconocida, ingeniosa, numerosa.
El padre (su abuelo) era un exitoso hombre de negocios relacionados con la publicidad en constante modo de creatividad. La madre (su abuela) era su devota esposa, admiradora y pilar fundamental de la familia. Los hijos se van amontonando, se ayudan, se incorporan junto a los amigos en los veranos de campo o playa en una familia en la que no van a faltar un hijo abandonado en acogida y otro con síndrome de Down. Todos caben al calor de esa gran familia carismática que va a marcar a muchos.
Y, sin embargo, hay drama. Hay escondrijos. Hay suciedad. Hay sufrimiento. El suicidio ha rondado a algunos en la familia y la muerte accidental también marca a los que quedan: uno de los niños pequeños muere en uno de esos veranos al caer a un pozo; otro fallece, ya adolescente, en su habitación. Y la protagonista empieza a desarrollar una incomprendida enfermedad mental que convertirá la infancia de sus dos hijas (Delphine y su hermana) en pesadilla. ¿Por casualidad? Ahí está la investigación de la autora, que troca en belleza literaria (y lo hace en dosis perfectamente medidas y administradas) una historia de abusos generalizados, incesto y normalidad de unas relaciones aceptadas de las que quiebran cualquier alma humana sin que nadie mueva un pelo para frenarlas. El suicidio aquí no será nunca aceptado por la autora, pero sí comprendido, especialmente después de un episodio de cáncer que, aunque ha sido superado, ha dejado a la protagonista sin fuerzas tras todas las que ha empleado en vencer su enfermedad mental. Y sus problemas.
Comprender es aquí el verbo básico. Y hacerlo bajo la luz literaria arroja claves para quienes no pueden aceptar las decisiones de unos seres queridos sacudidos por males demasiado grandes como tal vez la joven de Barcelona, que solo quiere frenar lo que no quiere sufrir. Estos libros acaso ayudan a entenderlos. O a aceptarlos.
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