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El centenario de un poeta portugués

Recuerda el articulista la vida y la obra del poeta portugués Fidelino Figueiredo y su vinculación, literaria y humana, con España. Glosa también el papel representado por el autor de Las dos Españas en la evolución de la lírica peninsular.

En tierras de larga memoria nos asaltan con frecuencia las conmemoraciones solemnes de personalidades que fueron preclaras en su quehacer. Nombres de reconocido brillo se alternan con otros de menor ámbito social, que corren el peligro de pasar desapercibidos y que, sin embargo, fueron firmes sostenes de estadios culturales de los que somos herederos. Medida de elemental gratitud es dedicar a esos nombres un recuerdo, por breve que sea.En 1989 ha sido el centenario del nacimiento en Lisboa de un gran maestro de la historiografía literaria portuguesa: Fidelino de Figueiredo. Figueiredo fue durante muchos años la voz guiadora de los contactos portugueses y españoles en el campo literario. Profesor muy joven, director de la Biblioteca Nacional lisboeta, desde los 20 años publicó sin descanso, dotando a la historiografía portuguesa, y a la crítica en general, de nuevos caminos, caminos de libertad de expresión, de meditación abierta a horizontes más amplios que los tradicionales que se arrastraban desde Teófilo Braga y Oliveira Martins. Es decir, lejos del provincianismo decimonónico peninsular. Son numerosos sus títulos sobre la literatura portuguesa, pero hoy quiero recordar solamente su especial dedicación a la vertiente española.

Profesor en Madrid, adonde llegó tras escapar de un destierro forzado en Angola (por su oposición activa al régimen del general Carmona), se relacionó con las personalidades de la vida universitaria madrileña y dirigió un Centro de Estudios Portugueses en la Universidad entonces Central. En su actividad en la flamante institución, practicó con fervor su peculiar visión de la literatura comparada. Fruto de esta meditación fue la aparición de libros como Del tedio, del amor y del odio (traducido por José María de Cossío, 1929), Camoens (traducido por el marqués de Lozoya), donde ya se entrevé el papel fundamental del gran poeta en la evolución de la lírica peninsular, y, sobre todo, Las dos Españas, aguda visión del contrapunto de las orientaciones del pensamiento hispánico que, en alternada danza de síes y de noes, ha llenado nuestro devenir histórico desde el siglo XVIII. Nada más natural, en esta decidida y apasionada actitud, que la amistad con Miguel de Unamuno, presente en todo el laboreo de Figueiredo, y cuyas consecuencias en la obra del escritor portugués esperan un detenido estudio (Figueiredo tradujo La agonía del cristianismo en 1941). También hay que poner en relación con su estancia en España la fundación de un Instituto de Estudios Portugueses en la Universidad de Santiago de Compostela, organismo análogo al madrileño, que, a través de traducciones y ediciones de diversos textos (de muy fácil acceso entonces), hizo que la obra de Fidelino de Figueiredo llegase al estudiante español de aquellos días ampliamente, bien por sus propios escritos, bien por sus excelentes presentaciones de los clásicos portugueses. La cumbre de su preocupación por la literatura española y las relaciones con la portuguesa (y al contrario) se alcanzó en Pyrene, libro de 1935. En Fidelino de Figueiredo vimos los estudiantes de entonces, futuros romanistas, una marcada y clara voluntad de entendimiento, de acercamiento entre las dos literaturas, afán que no era la retórica al uso ni la patriotería facilona. Nuestra guerra se encargó de interrumpir aquella senda (como tantas otras) y la sustituyó por la vana charla politiquera de circunstancias, plagada de recelos. Fidelino demostró su interés por la cultura española en numerosos trabajos. Colaboró en el centenario de Lope (Algunos elementos portugueses en la obra de Lope de Vega), escribió sobre Torres Naharro, sobre viajeros de uno y otro lado de la frontera, sobre el Quijote, Menéndez Pelayo... Una fidelidad clamorosa.

Unamuno

Fidelino de Figueiredo siguió profesando fuera de Portugal hasta 1951. Estuvo en Brasil en varias ocasiones, en Berkeley, y finalmente recaló en San Paulo, donde permaneció hasta 1951, fecha de su regreso definitivo a Portugal. Había aparecido la enfermedad que le obligó a buscar la querencia peninsular. Sobrevivió -sin dejar el trabajo- hasta 1967. En mi permanencia argentina tuve ocasión de entablar trato con él y de comprobar cuánta angustia unamuniana había penetrado en sus páginas y en sus ideas. Eran los años de La lucha por la expresión, de sus inquietudes ante Los nuevos rumbos de la ciencia literaria (aún se ve en el título el prestigio de la investigación germánica, Ermatinger ante todo, que informó sus trabajos de aquellos años). La crítica de Fidelino de Figueiredo, tan variada a lo largo de su vida, siempre intentó aproximarse a las corrientes más en boga en sus días y siempre supo aportar un ángulo de visión personalísimo. Escribió tenazmente, encarándose no sólo con lo nacional, sino con el contexto europeo de lo que estudiaba. Heredero consciente de las coirrientes críticas del siglo XIX, supo transformarlas con valentía y sembrar alientos de renovación. En sus últimos escritos (Pasión y resurrección del hombre, 1967) asistimos a la revisión de una constante aventura intelectual, orillada de asechanzas sociopolíticas, en las que destaca su ansia de entendimiento de las conductas humanas y de la sociedad en que viven. Una sociedad y una conducta hechas de generosidades excelsas y de vilezas profundas. La compañía de los clásicos es la seguridad tranquilizadora que sobrenada encima de una soledad creciente. Figueiredo, que intentó también la creación, especialmente en su juventud, se nos mostró, al reconsiderar al final de su vida lo que había sido su labor crítica, como un excelente fabulador de sí mismo. A un siglo de su nacimiento, siglo que se ha caracterizado por cambios rapidísimos y desmesurados, es grato recordar su ejemplo de apertura intelectual, su vida asombrada por la inestabilidad de los supuestos culturales en que creyó, y por su ruptura con la beatería y los dogmatismos. En Portugal le recuerdan en estos momentos con serena y cálida voz. Varias revistas le han dedicado copiosas páginas para destacar la solidez y ejemplaridad de su entrega a un trabajo -Jornal de Livros, Coloquio Letras (Lisboa), Letras & Letras, de , etcétera-. Supongo que algo parecido ocurre (u ocurrirá) en Brasil, donde pasó gran parte de su vida. No podía faltar, en esta universal recordación, una página española.

Alonso Zamora Vicente es secretario perpetuo de la Real Academia Española de la Lengua.

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