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Toros en Albacete, alrededor de 1950

Mi madre lo preparaba con un adobo de ajos, perejil, aceite y vinagre. Dejaba que se macerase durante la noche en el ungüento y al día siguiente lo freía y lo servía a la hora de comer. Eran unos filetes correosos, oscuros y de mucho sabor. Así nos comíamos al toro. A mí me gustaba mucho.No nos comíamos el toro entero, claro. La familia no daba para tanto. Éramos tres hermanos, los padres, la abuela Filomena y alguna de las chicas de servicio, Társila, Cilinia, Julia o la María, lá que untaba pan en los helados y luego se hizo testigo de Jehová. Entre todos nos comíamos tres cuartos o un kilo de toro.

Al toro lo había matado el día de antes Pedrés o Montero, por hablar de las glorias locales, o alguno de los Bienvenida, o un Vázquez, un Ordófiez o un Dominguín. Cuando empezaron a matarlos los otros toreros de la tierra, Chicuelo, Cabañero, Osuna o Manolo Amador, yo o estaba en el seminario, y allí no nos daban carne de toro, me imagino que por temor a que sus apasionadas proteínas nos pusieran el cuerpo levantisco, o me había venido ya a Madrid, en donde no he vuelto a probarla.

En la época de la que les hablo, el mercado de Albacete tenía una arquitectura que yo recuerdo airosa, compartía solar con el barrio de putas -uno de los de más febril actividad de las Españas y en el que se dieron hazañas como la de las rameras que persiguieron, navaja en mano para matar, al falangista de postguerra que, uniformado y todo, le arrancó de un bocado la cabeza al canario, vivo, por supuesto, que tanto querían ellas- y albergaba en su interior, junto a menestrales de orden, gentes fieras.

Les pongo un caso: había dos carniceras, de Pedrés la una, de Montero la otra, a las que el faturri adjudicatario de puestos había, para más inquina, colocado frente por frente. Más de un lunes por el resultado del mano a mano de los maestros albaceteños el domingo, los cuchillos de hacer filetes de las carniceras taurófilas volaron de puesto a puesto, sin, por suerte, hallar molla.

Las broncas en los tendidos -bendita plaza de Albacete, recogidita, en la que, te pongas donde te pongas, ves los toros como en casa- corrían de cuando en cuando a cargo de mi primo Davidín.

En realidad, Davidín es primo de mi padre, y su padre, el tío David, maestro represaliado después de la guerra, fue el que perfeccionó al mío en el arte del naipe hasta convertirlo en uno de los más eficaces jugadores profesionales de póquer que se han dado en este país. Davidín estudiaba veterinaria, porque, aunque en la familia se le animase a adiestrarse en la medicina de hombres, como su hermano Agustín, que terminó psiquiatra, ,les preferible", son sus palabras, "que se muera un burro a que se muera un hombre", dando por hecho que en el ejercicio de ambas profesiones, con la ayuda de Dios o con los solos méritos de la ciencia, la clientela se muere con facilidad.

Davidín, que siempre, todavía hoy, se ha mostrado sentimental, bondadoso y apasionado, se exaltaba circunstancialmente en el transcurso de algunas lidias, faltaba de palabra a algún feriante o a la autoridad y terminaba en el cuartelillo. Entonces mi padre, abandonando la secular e ininterrumpida partida de póquer a la que ha estado sentado desde que yo recuerdo -excepción hecha de las noches de los viernes santos, o de los tres días que le hicieron efecto unos cursillos de cristiandad a los que asistió una vez-, iba al cuartelillo, amonestaba elocuentemente al primo y conseguía sacarlo.

Fuera de estas ferias tan animadas -las taurinas de Albacete siempre han sido de una gran importancia en cuanto a número de corridas y calidad de sus carteles-, la empresa organizó durante un par de temporadas novilladas sin picadores. La entrada de sombra costaba diez pesetas, y yo eché allí, solo, muchas tardes de domingo. Son ésos los momentos en los que aprendes a valorar al torero, porque el toro -"seis hermosos y escogidos novillos, desecho de tienta y defectuosos"- no tenía mucho que valorar ni tampoco mucho que comer.

Desde entonces he ido poco a los toros. Y no es que no me gusten o que me gusten sólo con el adobo que les hacía mí madre. A mí me gusta ver lidiar y ver torear. Lo que no me gusta es la confusión. Y como desde hace años nadie lidia, porque el público, ése de Madrid que los toreros, mentirosos que son, se empeñan en calificar de entendido, no lo valora, ni los toros aguachinados lo requieren, y pocos torean, porque el personal traga y premia picos, enmiendas y espartacos todos, yo me aburro, me enfado y, si no fuera porque me acuerdo de mi primo Davidín, de que esto no es Albacete y de que mi padre no podría sacarme del cuartelillo con la misma facilidad que allí, yo entraría en bronca casi todas las tardes.

Y no es que yo, aunque haya comido toro, sea desaforadamente violento -si hasta me gusta la canción francesa-, pero ¿por qué va a tragar uno más de lo estrictamente necesario? Ni con adobo, vamos.

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