El difícil aprendizaje de la libertad
¿Cómo se convierten los súbditos en ciudadanos, los burócratas en empresarios, los aparatchiks en representantes del pueblo? A los países occidentales les cuesta responder a estas preguntas que, debido a los actuales cambios, campean, sin embargo, por sus fueros en los países del Este, que permanecieron sometidos durante tanto tiempo a regímenes comunistas. Porque nosotros pensamos, casi espontáneamente, que las fuerzas sociales son como caballos impacientes por galopar, que se lanzan no bien se levanta la barrera que los retiene. Nos parece que los empresarios, por un lado, los movimientos populares, por el otro, son estados naturales. Bien sabernos que se los puede reprimir, pero no pensamos que sea posible, suprimirlos. Y lo que pasó en Polonia en 1980, en China varias veces, y sobre todo a comienzos de 1989, nos ha afirmado en esta opinión: el totalitarismo no había suprimido a los actores sociales y, tanto en Polonia como en China, se ha viste, cómo en pocos días el conjunto de la población rodeaba a los militantes de la democracia apoyándolos inequívocamente, casi con naturalidad. Bastó que Gorbachov indicara claramente que el Ejército Rojo ya no defendería a las dictaduras comunistas para que éstas se derrumbaran como castillos de naipes en la República Democrática Alemana (RDA), en Checoslovaquia, en Rumania y Bulgaria. Ahora estamos seguros de que en Vietnam, en Corea del Norte y en Cuba se revelarán fuerzas democráticas en cuanto puedan expresarse sin arriesgar la persecución y el exilio.Pero resulta imposible creer totalmente en esta imagen luminosa de los sindicalistas de Gdansk y de los estudiantes de Pekín conduciendo la marcha de su país hacia la liberación. Tan cierta es esta voluntad de salirse de los regímenes policiales, embusteros e ineficaces como cierto es que hay que preguntarse con angustia si la prisión no anuló la capacidad de actuación de estos pueblos. Vaclav Havel acaba de decir con emocionantes términos de sinceridad: "En la prisión, el espacio es restringido y sólo se actúa con la mirada puesta en la pequeña luz lejana de la liberación; por el contrario, cuando se sale de prisión, el espacio parece tan inmenso que uno se siente sin capacidad de acción sobre él". Hablando de las próximas elecciones de su país, que serán libres, anuncia que en el mejor de los casos será un ensayo: necesitaremos varios años, dice, para aprender a comportarnos como hombres libres.
Efectivamente, en todo el Este, los movimientos populares, identificados con la liberación nacional, democrática y social, se agotan o quedan al margen. ¿Quién hubiera pensado hace cuatro años, cuando el Nuevo Foro concitaría todas las semanas grandes multitudes en Leipzig, que las elecciones del 18 de marzo sólo darían un débil porcentaje al Bundnis 90, que suma este movimiento a otros dos? ¿Quién hubiera imaginado que el Gobierno surgido de Solidaridad se comprometería a cuerpo descubierto en una política liberal que hubiera podido ser dictada por los Chicago boys? ¿Quién no siente un profundo malestar al ver en Rumania a la juventud que derrocó al régimen de Ceausescu recluirse en la desconfianza, mientras que antiguos dignatarios comunistas gobiernan el país y se disponen a triunfar en elecciones que no suscitaron la formación de nuevas fuerzas políticas? Por fin, volviendo a Checoslovaquia, quién no se siente turbado por el silencio de ese país, donde sólo se hace oír Havel; y él mismo, tanto tiempo aislado junto a sus amigos de Carta 77 en su propio país, debe interrogarse con tristeza sobre la capacidad del soldado Schveik para inventar la libertad en lugar de conformarse, como siempre, con esquivar las órdenes y los apremios de un régimen autoritario.
Es propio del régimen autoritario debilitar los proyectos, los debates y, por tanto, a los actores sociales. De suerte que las fuerzas que se imponen a un país en el momento en que sale de semejante régimen son las más impersonales, las que se definen no por un proyecto Positivo, sino por la voluntad de destruir el antiguo régimen.
Dos fuerzas dominan con mucho a todas las demás: la nación y el mercado. La primera predomina allí donde el antiguo régimen se sostiene aún, como bien se puede ver en Yugoslavia, desgarrada por las luchas entre nacionalidades mientras la Liga de los Comunistas detenta aún el monopolio de la vida política, o como ocurre en la Unión Soviética, donde -desde los países bálticos hasta la Transcaucasia y el Asia central- el imperio se disloca. Sin embargo, y contra muchas predicciones, el nacionalismo no se ha desencadenado en los países liberados del régimen comunista. Si aún es activo en Bulgaria, donde la perestroika ha quedado restringida, se encuentra asombrosamente contenido en Hungría, donde, sin embargo, los acontecimientos de Transilvania y Timisoara hubieran podido desencadenarlo y, por su parte, Eslovaquia no aprovechó el derrumbe del régimen comunista para alejarse de Bohemia y acercarse a Hungría.
Es que, en los países más cercanos a Europa occidental, el llamado más atractivo es el del mercado. La unificación de Alemania está menos impuesta por la conciencia nacional alemana que por el desequilibrio económico entre las dos Alemanias. No hay otra solución para los alemanes del Este que la Alemania del Oeste los tome a su cargo, lo que amenaza imponerles sacrificios antes de que se acerquen, a finales de siglo, al nivel de vida de sus vecinos del Oeste. La campaña electoral ha estado dominada por discusiones sobre la seguridad en el empleo, los regímenes de retiro y las condiciones de unificación de los dos marcos y no por debates ideológicos o políticos. La unificación alemana se parece a una fusión de empresas de fuerzas desiguales. También en Polonia, como lo dijo claramente Geremek, la idea que todo lo domina es que el antiguo régimen no es reformable. Los polacos padecen una brutal política de ajuste estructural y plebiscitan el Gobierno que se la impone, pues sólo creen en soluciones de ruptura total. Hungría no es diferente; sólo espera la salvación mediante la llegada de capitales extranjeros. También aquí está sólidamente establecida la convicción de que el régimen comunista es tan incompatible con la recuperación económica como con la libertad política.
¿Es, pues, necesario que durante un largo periodo triunfe el liberalismo económico más extremo, limitado solamente por reacciones de defensa de las garantías adquiridas, como las que al finalizar la campaña hicieron recuperar votos al antiguo partido comunista en Alemania del Este o, en ocasiones, por brotes nacionalistas, antes de que puedan reconstituirse los actores sociales y políticos? En otros términos, ¿no habrá que salvar primero al país y hacerlo pasar en bloque de Este a Oeste antes de que pueda darse el lujo del pluralismo político? Incluso en la Unión Soviética, ¿acaso la salida del régimen comunista no se llevó a cabo de manera muy autoritaria, puesto que Gorbachov no se atrevió a afrontar un sufragio universal que probablemente no le hubiera sido favorable?
Estos interrogantes conducen directamente a conclusiones sombrías sobre la democracia y que desbordan incluso el Este de Europa. Lo que se llama democratización en América Latina podría ser llamado más justamente de otra manera: se trata antes que nada de un ajuste estructural, es decir, de la inserción parcial de la economía nacional en el orden mundial mediante una dicotomía progresiva de la sociedad, vale decir el empobrecimiento y la marginalización de una parte creciente de la población. ¿Acaso esta descripción no es aplicable en términos muy similares a los países del Este, donde la desocupación va a aumentar rápidamente, donde quedarán abandonados sectores enteros de la economía, donde las destrucciones causadas por una industrialización brutal mal administrada y polucionante no podrán ser reparadas?
Tengamos el valor de escuchar estos análisis inquietantes, casi desesperantes. Nada será peor que negar la gravedad de los desgastes llevados a cabo por los regímenes comunistas y la necesidad de una ruptura total con éstos. Pero, a la vez, es también pensando en la potencia de los movimientos de liberación y en su impotencia para transformarse en fuerzas de reconstrucción como esos países podrán avanzar en la reflexión sobre las condiciones de renacimiento de la democracia. Y tomemos conciencia nosotros mismos de que la mayor ayuda que podremos aportar a esos países que quieren unirse a nuestra Europa es reflexionar con ellos sobre la manera de capacitarlos para actuar democráticamente, es decir, reorganizar las relaciones entre los actores sociales y recrear mecanismos que les permitan solucionar sus conflictos y organizar su cooperación.
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