Del mito al hombre
Estaba sentado en una habitación pequeña y luminosa, corrigiendo pacientemente la traducción de un libro hoy olvidado de Charles Bettelheim. Para los intrusos (una estudiante de medicina y un universitario cesante que buscaba trabajo en artes gráficas) fue un gran momento. Les había costado mucho saber que allí, en el último rincón de la editorial Siglo XXI, se ganaba la vida Fernando Claudín, lejano mito de la nueva izquierda española, desde que, sin documentación ninguna, había cruzado la frontera. Le asediaron a preguntas sobre el futuro inmediato (corría 1975), y él contestó con paciencia y sentido común, divertido de aquel papel de oráculo que se le atribuía y prestando más atención visual a la chica.Fue el comienzo de una rara amistad. Ellos esperaban aprender, y aprendieron mucho sobre la historia del Komintern, la guerra civil, el exilio. Pero seguramente aprendieron más de la persona, de esa rara tenacidad con que Claudín perseguía la realidad hasta su raíz, de esa fidelidad a los principios que le había llevado a cambiar de creencias incluso al precio de tirar su vida anterior por la ventana.
Siempre les sorprendía: aprendiendon a conducir, escuchando con curiosidad al más escandaloso Jimi Hendrix, emprendiendo alguna aventura intelectual y políticamente suicida por simple convicción y arrastrado por las malas compañías, y sin dejarse tentar nunca por la cómoda posición del intelectual de vuelta de todo. Le vieron discutir de forma suave pero cortante con un viejo dirigente comunista húngaro, al que acorraló para hacerle admitir las insuficiencias de la apertura de Kadar, y sintieron respeto y algo de temor al pensar cómo debieron ser las disputas de 1963 en París. Y le vieron asistir con gozo y asombro a la vuelta de la libertad al Este, al final del experimento imposible, sin perder el sentido crítico (el pesimismo de la inteligencia, que se decía) ante los peligros, los obstáculos y el posible precio.
La reprensión del sabio
Con el tiempo fueron estando de acuerdo en casi todo, lo que en parte fue una pérdida, pues ya dice el libro que se aprende más de la reprensión del sabio que de la interminable cantinela de los necios. Y cuando no estaba de acuerdo con algo Claudín era breve, claro, y contundente sin perder la amabilidad.
Se reía con el humor de un adulto y con la risa de un niño, y lo siguió haciendo hasta que agotado entró en el sueño. Disfrutaba de la vida y sabía que nada tiene menos sentido que imaginarle una trascendencia. Siempre había dicho que no le daba miedo la muerte, y resultó que era cierto, lo que ya es más singular. Era muy amigos de los amigos, y esa lealtad, el humor, la curiosidad y la capacidad de riesgo hasta el final, aunque estén presentes en su obra, son el recuerdo in apreciablemente privado que aquellos jóvenes del 75 guardarán de él.
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