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Tribuna:LAS APARIENCIAS
Tribuna
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Aniversario íntimo

Antonio Muñoz Molina

Hace 374 años y unos pocos días se cerraron por última vez sus ojos, pero una parte de las cosas que vio y aun de las que no vio sigue viviendo en nosotros y hasta su propia mirada nos parece que se añade a la nuestra, y cuando leemos en voz alta sus palabras, cobijados en el silencio, muy entrada la noche, el metal de nuestra voz se hace más sosegado y más grave, como si fuera la suya, que sigue hablando a través de nosotros, igual que a través de él hablaron y respiraron otros hombres, el hidalgo enfermo de cólera y melancolía, el escudero cándido y codicioso, el galeote canalla que estaba escribiendo su autobiografía tan detalladamente que sólo podría darle fin unos minutos antes de que le llegara la muerte, los yangüeses, los disciplinantes, los cuadrilleros de la Santa Hermandad, los comediantes disfrazados de alegorías medievales, la muchedumbre que transita los caminos de La Mancha en un verano eterno de principios del siglo XVII y las páginas de un libro que no es tanto una novela como una apasionada y dolorosa declaración de amor a los libros y a las vidas, a la pluralidad de historias, miradas y voces que cada uno de nosotros encuentra en torno a sí con sólo abrir bien los ojos y aventurarse en el mundo y en el interior de su alma y de su memoria.Hace 374 años, un martes, 19 de abril, Miguel de Cervantes, tendido en el lecho de donde ya no se levantaría, dictó el prólogo del libro que más amaba entre todos los suyos, el Persiles, y calculó con extraña serenidad que su vida terminaría antes del siguiente domingo. "Tiempo vendrá quizá", escrilbió, "donde anudando este roto hilo diga lo que aquí me falta y lo que sé convenía". Pero el tiempo se le había terminado: murió el viernes, seguramente en paz, sintiendo tal vez que si no había tenido la vida que le hubiera gustado vivir sí había escrito al menos los libros que su imaginación se merecía, y puede que cuando notara aproximarse el final se acordara de otra agonía inventada por él, la de su caballero Don Quijote, y que sospechara entonces algo que un novelista británico, Graham Greene, iba a escribir tres siglos más tarde: que el novelista ha de tener mucho cuidado con las historias que imagina porque algunas veces está vaticinando en ellas su propio porvenir.

Puede que aquel viernes de abril reviviera los instantes de cordura final en que su héroe reniega de la sinrazón, pero no del coraje, y decide llamarse de nuevo Alonso Quijano, y que pensara, también él, en abjurar de todas las fantasmagorías que le habían alimentado la vida, pero en lo más íntimo de sí sentiría con más fuerza el orgullo que la contricción, la serena certidumbre de haber legado a quienes le sobrevivían un arma de felicidad y de clarividencia, un libro que seguiría perpetuamente germinando en los libros y en los lectores futuros. Iba a morir, pero las cosas que él había mirado no serían negadas por la oscuridad cuando se cerraran sus ojos. Poetón viejo, hidalgo pobre, soldado manco, veterano de sucias cárceles y cómplice a su pesar de iniquidades sin excusa, erudito en casi todas las variedades del fracaso, intuiría que sólo gracias a la literatura se había salvado, a pesar de la pobreza, que nunca lo dejó de humillar, a pesar del desprecio de los literatos, que siempre lo habían mirado por encima del hombro, pues era un advenedizo, un urdidor de fatigosos versos torpemente rimados, de comedias nunca representadas o borradas por la indiferencia al cabo de unas pocas funciones. Pero nadie había amado la literatura tanto como él, aunque lo acusaran de no ser más que un mediocre bachiller que al filo de los 60 años tuvo la ocurrencia de publicar una novela desaliñada y arbitraria, un libro de risa que los entendidos desdeñaban y que sólo parecía digno de que lo leyeran los criados; nadie, desde la ingrata infancia, había sentido tan poderosamente la invitación de las palabras escritas, y no sólo de ellas, también de las historias que contaban los viajeros alrededor del fuego en la. cocina de una venta o los pícaros en las escalinatas de las plazas, también de los jirones de aventuras y de misterios que se le aparecían a su inagotable asombro al andar sin rumbo por las calles de las ciudades y por los caminos de un país condenado a la decadencia y a la quiebra.

Leía siempre, siempre miraba y escuchaba, leía con el mismo fervor un papel roto que encontrara en la calle y un novelón de caballerías, y su amor por las mentiras de los libros era indiscernible del que lo atraía hacia todos los pormenores de la realidad. Amaba las cosas por el simple hecho de verlas existir, pero no amaba menos lo que nunca había existido. Le gustaba averiguar en las apariencias indudables su reverso de irrealidad y de fábula, y sabía que las cosas no siempre son como son, sino como decidimos que sean, como las recordamos o las inventamos. Una sórdida venta es también el castillo de una princesa embrujada y lasciva. La polvareda que levantan en los rastrojos del verano dos rebaños de ovejas puede ocultar la cabalgata de dos ejércitos hostiles. Un pobre hidalgo enloquecido y patético puede adquirir de pronto la dignidad de un héroe y hablar con la desengañada sabiduría de un filósofo antiguo. Una bacía de cobre herida por el sol fugaz de una mañana lluviosa relumbra instantáneamente como un yelmo de oro y es un yelmo de oro, y como alguien se empeña en jurar que no es yelmo sino bacía surge una tercera palabra que designa un objeto inexistente pero no imposible, el baciyelmo, que está hecho a medias con los materiales de la realidad y con las figuraciones de los sueños, como la sirena y los hipogrifos y los personajes de la literatura: como las personas que viven cerca de nosotros, porque cada una de ellas tiene un rostro visible y una conciencia que nos es tan ajena como las grutas del centro de la tierra, y aunque intentemos asiduamente saber quienes son de verdad las convertimos en figuras de nuestra imaginación y en sombras dibujadas por el deseo o tachadas por la indiferencia.

Nos enseñó al mismo tiempo a mirar y a desconfiar de la mirada, a dejarnos embeber por los libros y a prevenir la dulzura de su intoxicación: quien escribe, quien lee, está jugando, pero juega con fuego y corre peligro de abrasarse. Hace 374 años que se cerraron sus ojos, y nadie sabe cómo era su cara, porque todos sus retratos son falsos, pero cada vez que leemos su libro o que nos atrevemos a imaginar y a escribir es como si él estuviera mirándonos desde su lejanía de tres siglos con una sonrisa de ironía, de adivinación, de aliento, casi de piedad, como se miraría a sí mismo en los brumosos espejos de la vejez, como nos mira Velázquez desde el interior de Las meninas.

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