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Entrega por lustros

Las reformas en las instituciones económicas han sido requisito para alimentar y alargar las expansiones con desequilibrios razonables, afirma el autor, quien defiende la idea de que le toca ahora el turno a la drástica irrupción de una política de oferta en aras a la competitividad.

A las ínfulas de moda en torno a la defensa de la naturaleza uno le pondría el contrapunto de la innegable necesidad que corremos de defendernos de la naturaleza. La gente, que no existe como tal concepto, debiera ser consciente de que el naturalismo tiene lindes bien delimitados. Lo mismo es aplicable al historicismo que ha hecho -y hace- furor en nuestros lares.Viene esto a cuento, quizá, de los términos en que encuadremos nuestro presente económico en la perspectiva de los avatares más recientes de la política económica española. Para relatarlos con sentido puede servir la unidad -difusa, polarizada- de los lustros, en ningún caso de las décadas naturales -que es, por cierto, la disposición adoptada por el profesor Fuentes Quintana ("Tres decenios de la economía española en perspectiva". España: Economía. Espasa Calpe, 1989)-. Ésta será la propuesta central de este papel dirigida a quienes explican y tratan la acción pública sobre la economía, sobre el tiempo, en este país.

Curiosamente, la primera mitad de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta ha sido expansiva, con desequilibrios crecientes a medida que se avanzaba. Las segundas mitades de cada década han venido siendo de resultados "manifiestamente descriptibles". En cambio, en los ochenta la primera mitad es la perdida para el crecimiento satisfactorio, mientras que la segunda ha sido particularmente boyante.

En realidad, interpuesta una crisis de ¡once años! -segundo semestre de 1974 hasta el segundo de 1985-, la expansión en la que aún basculamos viene siendo la más larga de los últimos 50 años de historia de la política económica española y equiparable hasta ahora con la de 1915-1921. Los avances en la pericia internacional para domeñar los desequilibrios acompañantes de la expansión sin peligros recesivos sería la mejor garantía para que el fácil pronóstico historicista, en términos de duraciones estándar de los auges, no se cumpla.

Si nos centramos en el período que abre el Plan Sardá de estabilización y liberalización de la economía española (1959), entonces la expansión actual es la tercera -¡en 30 años¡- después -de la contenida en 1961-1966 y la de 1971-1974, menos estudiada, por lo que más adelante me detendré en ella con su envoltorio institucional (lo que es obligado además por presentar algunas coincidencias formales con la actual encrucijada de la economía española).

Pero vayamos por partes, aunque sea sucintamente. Los primeros 50 años fueron años muy importantes para el franquismo económico: el auge real que arranca de 1951 -nueva política con Arburúa y Gómez de Llano (los profesores Haharro y Sampedro ya estuvieron en la brecha liberal en aquel entonces)- y alcanza hasta 1955, cuando la vencen los desequilibrios causados en buena medida por alzas salariales superiores al 25%. Es ahí donde se recuperan los niveles de renta por habitante de 1931-1933. Albert Carreras ha dedicado oportuna y sólida atención al pulso industrial de estos años, generador de una cierta base para el futuro (SEAT se inaugura en 1953, por ejemplo), la que es también una tesis que había mantenido la economista catalana Regina Tayá.

Reforma institucional

Si en los primeros cincuenta la reforma institucional de la economía española había precedido la bonanza, el fenómeno queda aún más marcado en los primeros sesenta, a raíz del cambio copernicano de la política económica amagado desde 1957 y explosionado en julio de 1959. La reforma institucional que acarreó llenó sistemáticamente el transcurrir de la acción pública sobre la economía hasta 1963. En conjunto, y simplificando algo el primer lustro de la época, halla su homogeneidad en la expansión con desequilibrios razonables hasta 1965, por lo que hace a los resultados económicos, y en la reforma institucional sorprendente por lo tenaz que arribó despues a las lindes de lo que no era políticamente factible, entrando en grávido silencio sólo roto por los discutibles sonidos inarmónicos de la proliferación de los sistemas de frenos y estímulos indirectos, regulación, empero, tan tupida e intensa que se convertía de hecho en directrices sobre la economía privada.

De todos es conocida la flexión patente que abre el segundo lustro de esta década: en primer término, ya la conexión a la evolución económica exterior, como pusieron de relieve J. L. García Delgado y Santiago Roldán, con la importación de estanflación y stop and go (Los nuevos mecanismos de equilibrio de la economía española con el exterior. Madrid, 1973). En segundo lugar, una política económica harto confusa, incidente en "lo que no se debe hacer" sobre todo por hacer demasiadas cosas frecuentemente agitadas desde la lógica de los planes de desarrollo. Por último, y como resultado de todo ello, una tasa de crecimiento aproximadamente mitad de la del lustro anterior y un predominio de las preocupaciones coyunturales urgentes. Todo esto marca lindes que de hecho prolonga su alcance hasta 1971.

Hemos venido tratando los primeros setenta bajo la etiqueta genérica de la crisis o, a lo sumo, en términos de una breve y fugaz expansión que condujo a... Hay mucho más de 1970 a 1974, el primer lustro de nuevo.

Se recordará que la crisis Matesa dio paso -paradójicamente- a un Gobierno Opus Dei, más monocolor que el de 1957. Este vector político iba a protagonizar el último período económico del franquismo, que aún sin llegar a la contundencia de la estabilización, si contiene una cierta reforma institucional con sentido para facilitar la transición.

Sus elementos principales: el buen Acuerdo Preferencial de 1970 con la Comunidad Europea (de nuevo Ullastres), que potenció nuestra exportación industrial. El avance en la modernización -instrumental de la política monetaria y del sistema financiero españoles protagonizado por Monreal Luque. Muy estratégico, el aumento de peso del sector público de la mano del engorde de los mecanismos de la seguridad social, tal como puso de relieve la tesis doctoral de Josep Oliver (El papel del sector público en la economía española, 1968-1976. Universidad Autónoma de Bellaterra, 1988). Ahí tenemos una red de protección para los años de la crisis al pasar el peso del sector público de un 18,5% del producto interior bruto en 1969 al 25% en 1975. El programa tan sólo fue esto, contenido en el III Plan de Desarrollo de patente dimensión social, con Fabian Estapé de comisario adjunto. El régimen se iba despidiendo con un amago de esquema de bienestar que iba a facilitar las cosas después.

Problemática actual

Los resultados de todo ello fueron espectaculares a lo largo de unos tres años. El crecimiento productivo fue muy intenso y la inversión (incentivada) situó sus tasas de aumento en aquel 15% real que es el mejor indicador del auge en la economía española. Aún en el último trImestre de 1973 la encuesta de actividad de la Cámara de Comercio de Barcelona identificaba en la escasez de mano de obra un estrangulamiento productivo. Y de nuevo una expansión del primer lustro después de una reforma institucional.

De forma algo similar a la situación y problemática actual, la entrada de capitales exteriores, en aquella ocasión procedentes de la crisis del dólar y de otras monedas europeas, removió la presencia de la restricción externa lo que permitía el avance de desequilibrios internos peligrosos en su potencial.

Y después el largo período de la crisis, ya tan tratado, de la que no podemos salir hasta que Miguel Boyer decide formalizar sus relaciones con la señorita Isabel Preysler, en julio de 1985, cuando todo está dispuesto para remontar, incluidas sus medidas de abril, incentivadoras, con proporción, del consumo. Y dígase lo que se diga, aun descontando la bonanza internacional, este último quinquenio ha sido sencillamente espléndido, desde un ángulo económico y sobre todo de sentido comun.

El principal rasgo positivo de la política económica de este período es aquello tan mínimo y tan importante, sin embargo, de no cometer errores de bulto, de adoptar una estrategia fuerte con mayor seguridad, aunque de pecados de omisión habrá para todos los gustos posibles. La perspectIva ahora no deja de ser delicada. La trama temporal que en este papel hemos contemplado nos dice que estamos ante un momento crítico para la historía de esta última expansión. Pese a que el marco internacional europeo y la inercia inversora (construcción aparte) siguen siendo elementos positivos, hay signos claros de flexión hacia abajo; la duda estriba en su ritmo y profundidad. Todo parece indicar que cualquier dramatismo ahora responde a problemas fisiológicos de su emisor.

No es éste el momento para entrar a fondo en el tema. Pero si se ha puesto de relieve aquí que las reformas en las instituciones económicas han sido requísito para alimentar y alargar las expansiones con desequilibrios razonables, creo que le toca ahora el turno a la drástica irrupción de una política de oferta en aras a la competititividad y que agite la acción presupuestaria, las cuotas empresariales de Seguridad Social (tendencia a descenso) y la política laboral. Todo ello con óptica a medio plazo superando la periodificación política.

Una última consideración respecto a los economistas narradores de los avatares de la política económica española: observo que "cada uno lo explicamos según nos ha ido, personalmente y en nuestra incidencia en el poder, en cada etapa".

J. Ros Hombravella es catedrático de Política Económica de la universidad de Barcelona.

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